Kael
El eco de su voz seguía vibrando en mis oídos.
“Estoy casada… ellos son míos”.
Danae había pronunciado esas palabras con una convicción que quería sonar fría, definitiva, pero que yo reconocía demasiado bien. Esa voz temblorosa, quebrada en el fondo, no era la voz de una mujer que había pasado página. Era la voz de alguien que aún llevaba cicatrices que yo mismo había dejado.
Y lo peor, lo más devastador, fue la sensación que me atravesó cuando tuve frente a mí a los niños.
Dos pequeños desconocidos que no deberían significar nada para mí… pero lo hicieron.
Una risa, un gesto, una chispa en los ojos. Algo en ellos me desarmó. Había una familiaridad imposible de ignorar, como si la sangre hablara en un idioma secreto al que nadie más podía acceder. Lucas, con esa manera de fruncir el ceño, con el mismo aire desafiante con el que yo solía mirar al mundo desde niño. Sofía, con la dulzura peligrosa en su sonrisa, tan parecida a la de Danae…
Y la forma en que ambos corrieron a sus bra