Danae
El amanecer apenas rozaba las cortinas de mi habitación cuando escuché el crujido metálico de la manija. Me giré, todavía en bata, con el cabello suelto sobre los hombros, y lo vi. Kael. De pie en el umbral, con el traje impecable como si llevara horas despierto, y ese rostro hermético que me helaba la piel.
—Hoy no vas a la oficina —dijo sin preámbulo, su voz fría como el acero.
Me quedé inmóvil, la peineta en la mano a medio camino de recoger mi cabello.
—¿Cómo dices? —pregunté, incrédula.
Él entró sin pedir permiso, cerrando la puerta tras de sí con un golpe seco.
—Que te quedas en casa. No quiero discutirlo.
Su tono era tan autoritario que una parte de mí quiso obedecer sin pensar. Pero otra, la que se había cansado de sus idas y venidas, se rebeló.
—¿Y quién te crees que eres para darme órdenes así? —mi voz salió quebrada de rabia contenida—. No soy tu prisionera, Kael.
Su mirada, oscura, me atravesó. Avanzó hasta quedar frente a mí, tan cerca que sentí su respiración en l