El ambiente en la oficina de Kael había cambiado. Podía sentirlo como si el aire se hubiera vuelto más denso, cargado de una electricidad incómoda. Desde aquella reunión con Giovanni Bellandi, el padre de Isabella, Kael no era el mismo. No me miraba como antes; sus ojos, siempre tan penetrantes, se habían vuelto fríos, casi de mármol. Su presencia seguía siendo abrumadora, pero ahora la distancia era más grande que nunca.
Me limité a cumplir con mis tareas: revisar documentos, organizar reuniones, filtrar llamadas. Todo con la precisión que él esperaba de mí. Pero dentro de mí hervía una rabia silenciosa. No soportaba que me tratara como a una simple asistente, como si entre nosotros no hubiera pasado nada. Y sin embargo, lo hacía. Cada palabra suya era seca, breve. Como si se estuviera recordando a sí mismo que debía mantenerme lejos.
Algunos días, esa distancia dolía más que cualquier amenaza.
En la mañana, mientras organizaba una carpeta con contratos, escuché el sonido de tacones