Danae
La verja automática se cerró detrás de nosotras con un sonido metálico que me puso la piel de gallina. La mansión de Kael no parecía una casa: era una fortaleza. Muros altos, cámaras en cada esquina, luces discretas que bañaban el camino de piedra hasta la puerta principal. Todo estaba diseñado para que nadie pudiera entrar… y, en cierto modo, para que nadie quisiera.
Lana y yo nos seguimos en silencio, mientras Kael avanzaba con pasos firmes hacia la entrada. Tenía esa postura de hombre que siempre sabe dónde está el peligro, incluso cuando no se ve.
La puerta se abrió antes de que él tocara el picaporte. Un hombre alto, de cabello rapado y traje oscuro, nos evaluó de pies a cabeza antes de apartarse para dejarnos pasar.
—Mateo —dijo Kael, entrando primero—. Asegúrate de que nadie se acerque al perímetro.
El tal Mateo asintió y desapareció sin hacer ruido.
El interior de la casa me dejó sin palabras. Techos altos, mármol negro en el suelo, paredes decoradas con obras de arte mo