El día había amanecido tibio, con un sol amable que se filtraba entre las cortinas del ventanal del comedor. La mansión, aunque inmensa, me resultaba todavía ajena, como si cada rincón me recordara que no pertenecía del todo allí. Pero los niños… ellos lograban que ese hueco en mi pecho se sintiera un poco menos vacío.
—Mamá, mira —Sofía agitó las manos, mostrando un dibujo lleno de colores. Su vocecita aún tenía esa dulzura que derrite cualquier barrera.
La palabra “mamá” seguía pesándome. No porque no quisiera serlo, sino porque me dolía no recordarlo. Cada vez que la escuchaba, algo dentro de mí se estremecía, como si una parte de mi alma reconociera el llamado, pero mi mente se negara a abrir la puerta.
—Es hermoso, mi amor —le respondí, acariciándole el cabello—. Eres toda una artista.
Lucas, sentado junto a ella, miró de reojo con una sonrisa traviesa. —Yo también puedo dibujar, pero mejor que Sofi.
—¡No es cierto! —replicó la niña inflando las mejillas.
—No empiecen —les dije r