El amanecer me encontró en el despacho, con los documentos de la operación esparcidos sobre la mesa y una taza de café fría al lado. No había dormido nada. No podía. Desde la noche anterior, desde que escuché a Danae murmurar entre sueños mi nombre sin entender por qué, el sueño se volvió un lujo que no podía permitirme.
La observé durante horas desde el umbral de su habitación, con esa mezcla de alivio y miedo que me devoraba por dentro. A veces me preguntaba si todo era una ilusión, si la mente me jugaba una mala pasada. Pero no, era ella. Su respiración, la forma en que se movía al dormir… nada podía confundirme con respecto a eso.
Apenas amaneció, uno de mis hombres me llamó para informarme que Dorian seguía desaparecido. No había señales suyas en toda la isla. Lo cual, en teoría, debía tranquilizarme. Pero no lo hacía.
Ese tipo no desaparecía, se escondía. Y si se escondía, era por algo.
Pasé una mano por el cabello, maldiciendo en voz baja, y fue entonces cuando sonó mi teléfono