Dos días habían transcurrido desde aquella conversación con Dimitri en el restaurante. El peso de sus palabras aún resonaba en la mente de Rebeca, pero también el alivio de haber sido sincera. Dimitri, fiel a lo que había prometido, no volvió a presionarla. La acompañaba, le brindaba su apoyo incondicional, pero ya no había miradas cargadas de expectativas ni silencios incómodos. Su presencia era firme, segura, como un faro al que podía recurrir sin temor.
Rebeca se convencía a sí misma de que esa estabilidad era lo único que necesitaba. Pero entonces, el teléfono sonó.
El nombre que apareció en la pantalla la desarmó: Giulio.
Por un segundo pensó en dejarlo sonar, en ignorar la llamada y fingir que no lo había visto. Pero su dedo tembló y, sin darse cuenta, ya había deslizado la pantalla para responder.
—Rebeca —la voz de Giulio llegó grave, intensa, cargada de una emoción que no pudo disfrazar—. Estoy aquí.
Ella apretó los labios, cerrando los ojos un instante. No esperaba que ya hu