El humo del cigarro de Giovanni aún flotaba en el aire, impregnando la entrada de la villa con ese aroma denso que mezclaba tabaco y peligro. Giulio lo observaba, de pie frente a él, con el torso aún húmedo bajo la camisa mal abotonada. Los dos hombres se midieron en silencio, como dos depredadores que reconocen en el otro a un igual.
Giovanni fue el primero en romper la calma. Su voz era grave, lenta, cada palabra cuidadosamente medida.
—Escúcheme bien, Romano. —Se inclinó apenas hacia adelante, sus ojos oscuros brillando con un filo helado—. Rebeca está bajo mi protección. Si en algún momento su vida llega a estar en peligro por su culpa… no dudaré en intervenir. Y la sacaré de aquí, lejos de usted y de cualquiera que intente usarla.
Giulio apretó la mandíbula, molesto por la osadía. No estaba acostumbrado a recibir advertencias, mucho menos de alguien que lo miraba con la frialdad de un hermano mayor celoso.
—No necesito advertencias —respondió, con un tono que buscaba cerrar el te