Giulio salió del comedor con pasos firmes, aunque cada músculo de su cuerpo estaba tenso. Apenas la puerta se cerró detrás de él, sacó el teléfono del bolsillo y marcó a uno de sus hombres de confianza. La voz grave al otro lado respondió de inmediato.
—Prepara el avión. Quiero la hora exacta de llegada para esta noche. —Su tono no admitía réplica.
Colgó sin esperar respuesta. Necesitaba volver a Los Ángeles cuanto antes. Volver a su fortaleza, a su centro de operaciones, y ponerle fin de una vez a la sombra que lo acosaba desde hacía años: Franco.
Encendió un cigarro, aspirando con fuerza. El humo llenó sus pulmones y lo obligó a exhalar lentamente, como si pudiera sacar con ese gesto el veneno que lo corroía por dentro. No era miedo lo que sentía. Nunca lo había sido. Giulio no temía a los hombres, ni a las balas, ni siquiera a la muerte. Lo que lo atormentaba era algo más simple, más cruel: la hermandad. Franco era la última sangre que le quedaba, lo único que quedaba de su familia