La nueva canción era una enfermedad. Comenzó como una sola nota disonante de rabia, un latido vengativo que fue captado por las mentes exhaustas de la manada. Era la canción de los traicionados, y se propagó como una plaga a través de nuestra frágil unidad recién forjada. La hermosa y compleja melodía que habíamos creado para defendernos estaba siendo desgarrada desde dentro.
El brazo de Ronan se tensó alrededor de mí, un gesto silencioso y protector. Él podía sentir el cambio en el aire, el paso de nuestra canción unificada y desafiante a este nuevo ruido caótico, furioso. “¿Qué es esto?”, gruñó, su voz un rumor bajo y peligroso, cargado de un miedo nuevo y agudo. Era el miedo de un rey viendo cómo su reino se desmoronaba, no por un enemigo visible, sino por un cáncer que no podía extirpar.
Enfoqué mi “vista”, no en la manada, sino en la fuente de la disonancia. Eran los lobos convertidos. Los que habían sido las marionetas de Vigo. Sus mentes, aún marcadas por el virus psíquico, se