Un auto blindado negro permanece estacionado frente a la residencia de los Campbell. El barrio Corona, en el corazón del distrito de Queens, respira peligro en cada esquina. Las fachadas están desgastadas, los callejones huelen a desesperación, y los gritos de fondo se mezclan con sirenas lejanas. Pero el vehículo no se mueve. No necesita hacerlo. Está ahí para vigilar. Para proteger e intimidar.
Dentro del auto, dos hombres de Nicolay Romanov observan en silencio. No hablan. No fuman. No se distraen. Solo vigilan. Son sombras entrenadas para no sentir. Uno de ellos, el más joven, revisa su reloj. El otro, más corpulento, mantiene la vista fija en la puerta de la casa.
—Ahí viene —dice el corpulento, sin emoción.
Everest Campbell sale de la casa como un ladrón. Lleva un saco en la espalda, camina encorvado, mirando hacia los lados como si el mundo fuera su enemigo. No quiere que lo vean. No quiere que lo sigan. Pero ya es tarde para eso.
El hombre joven dentro del auto enciende el mot