La noche cayó sobre Langyan con una suavidad inusual. No había viento, ni aullidos, ni presagios. Solo silencio. Como si el mundo contuviera el aliento para algo que aún no había sucedido.
Kaeli caminaba por el pasillo del ala oeste con pasos lentos. Vestía una túnica de lino oscuro, el cabello suelto, los pies descalzos. No buscaba nada. Solo necesitaba moverse. Pensar. Sentir.
Desde que Lyara le entregó la túnica lunar, algo había cambiado entre ella y Daryan. No eran amantes. No aún. Pero los gestos se habían vuelto más suaves, las miradas más largas, los silencios más cargados.
Esa noche, Kaeli no quería dormir.
Quería entender.
Al llegar al jardín interior, lo vio.
Daryan estaba sentado junto al estanque de lunas, con una copa de licor en la mano y la mirada perdida en el reflejo del cielo. Vestía una camisa abierta, los pantalones oscuros, y el cabello ligeramente revuelto. Parecía menos Alfa… y más hombre.
Kaeli se acercó sin anunciarse.
—¿Te escondes?
Daryan no se sobresaltó.