62• Sombras… y luz.
Llevábamos ya un buen rato cabalgando, lo suficiente para que la tensión de mis hombros comenzara a aflojarse y mi cuerpo se adaptara al vaivén constante del lomo de Trueno. Cada paso del caballo era firme, casi hipnótico, como si él mismo supiera exactamente a qué ritmo necesitaba respirar. Sentí cómo mi espalda, antes rígida, cedía un poco, dejándome caer con mayor naturalidad contra el pecho de Dean.
A nuestro alrededor, el paisaje se abría en una mezcla perfecta de calma y belleza. El sonido de un arroyo cercano llegaba a nosotros. Había algo profundamente tranquilizador en ese sonido, como si la naturaleza estuviera tratando de decirme que podía bajar la guardia al menos por un instante.
Miré alrededor, sin prisa, dejando que cada detalle se grabara en mi memoria. Los pájaros cantaban con esa alegría suave que solo tienen en las mañanas tibias, y la brisa —más cálida de lo que esperaba— me acariciaba la cara, moviendo mi cabello de un lado a otro. Aún quedaban pequeños parches de