Sarah Blake fue criada en la mansion más lujosa del país, siempre estuvo rodeada de la familia más poderosa; Los Vandervert, pero nunca fue una de ellos, era la hija de la sirvienta, despreciada y humillada toda su vida hasta que cumplió dieciocho años, ese día le dijeron que se casaría con Cristhian Vandervert, el hijo mayor y heredero sucesor de la presidencia del grupo Vandervert. ¡un sueño hecho realidad! la boda, su nueva vida, todo era como en los cuentos de hadas. Cristhian no era un príncipe romántico, era más bien frío y distante. Pero Sarah lo amaba, era guapo, elegante, educado y era el padre de su hijo. Sarah sabia que Cristhian no la amaba. Nunca entendió por qué se habia casado con ella, pero no lo cuestionó, despues de todo, aquel matrimonio le había dado estatus, lujos, una vida que jamás imaginó, haciendo a un lado la indiferencia de su esposo, podría decirse que era feliz, pero todo acabó el día de su tercer aniversario de bodas, como ya era costumbre, su suegro organizaba la fiesta más extravagante del mundo a la que Cristhian iba solo un par de horas, posaba para las fotos y se ausentaba, aquel año fue todo igual, excepto por una cosa, ese día su vida dio un giro total, su propio esposo la acusó de ser una criminal, fue humillada en público, la alejaron de su hijo e intentaron asesinarla. Por mucho tiempo la creyeron muerta, pero Sarah vuelve con un nombre y un rostro diferente, ya no es más la esposa sumisa de antes, ahora es fuerte y decidida, la nueva Sarah vuelve loco a Cristhian al punto de tenerlo a sus pies ¿aprovechará la oportunidad para vengarse o se dejará llevar por el amor que aún siente por su exesposo?
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Sarah
Mi nombre es Sarah Blake y mi historia comienza el día que debía ser el más feliz de mi vida: mi boda.
Los estilistas terminaron de arreglarme después de cuatro largas horas. Cuando me vi en el espejo, no me reconocí. El vestido hecho a medida era el más hermoso del mundo. El peinado, el maquillaje, las joyas, todo era... era un sueño.
¿Cómo es que una persona como yo se casaría con un Vandervert? Aquella pregunta no había abandonado mis pensamientos desde el día en que me dieron la noticia. ¿Por qué yo? ¿Qué tengo de especial? El joven Cristhian jamás me había mirado. La frase más larga que me había dicho en toda su vida había sido algo como: "El piso está sucio, ve a limpiarlo". Y ahí estaba yo, una semana después de cumplir dieciocho años, casándome con ese chico rico, guapo, elegante.
Tal vez se había enamorado perdidamente de mí y se había enfrentado a sus padres, diciéndoles que se casaría con la hija de la sirvienta, así el mundo estuviese en contra. Aquello no tenía el menor sentido, pero yo estaba ahí, a punto de caminar hacia el altar, y aquel pensamiento inocente era lo único que podía explicarlo todo.
Me di un pellizco en el dorso de la mano. Si aquello era un sueño, quería despertarme antes de acabar más enamorada de aquel hombre.
—Sarah —escuché justo después de sentir el pellizco en mi mano—. ¡Qué hermosa estás!
Era la señora Vandervert, luciendo tan radiante como siempre en un vestido verde esmeralda. Ese fue el color de mi boda; la propia señora Vandervert lo había elegido y, en ese momento, entendí por qué: era el color exacto de sus ojos, y el vestido hacía juego con ellos a la perfección.
—Gracias —le respondí con un hilo de voz, desviando la mirada al suelo. Cristhian me había pedido que dejara de evitarle la mirada a él o a cualquiera de su familia, pero esa iba a ser una costumbre difícil de quitar. Desde que tenía memoria, se me había ordenado no hablarles si ellos no me hablaban primero, no mirarlos a los ojos, pues podían tomarlo como una falta de respeto. Pero ese día me convertiría en una de ellos.
La señora Vandervert extendió el ramo de flores hacia mí.
—Ya es hora —sonrió con los labios juntos. Me pareció una sonrisa forzada, pero aquella había sido la primera vez que esa mujer me sonreía, así que me sentí en las nubes. Cogí el ramo y caminé en dirección a las cortinas que me separaban del corredor hacia el altar.
La iglesia era pequeña y estaba casi vacía. Solo la familia Vandervert estaba presente.
La ceremonia y la fiesta fueron sencillas, muy diferentes de las que acostumbraba hacer la familia Vandervert. Pero yo estaba extasiada. El simple hecho de ser una Vandervert me tenía hipnotizada. A decir verdad, había algo que me preocupaba más que tener una gran fiesta. Estaba ansiosa por la luna de miel; aquella noche perdería mi virginidad con Cristhian, y eso me ponía los nervios de punta.
Cuando entramos al hotel, mi reacción fue un grito de emoción. Siempre había pensado que el lugar más hermoso del mundo era la mansión Vandervert, pero aquel sitio la superaba por mucho. Corrí hacia una fuente dorada que estaba en el medio de un gran salón y metí mi mano en el agua. Aún recuerdo la sensación cálida.
—Compórtate —Cristhian me susurró al oído, cogiéndome del brazo con fuerza. Su voz era seca y su tono agresivo, casi un gruñido. Sentí mis mejillas arder. Lo seguí en silencio todo el camino hacia la habitación, solo que no era una habitación, sino una casa entera, todo hermoso, reluciente y lujoso.
—Si necesitan algo, solo llamen a recepción —dijo la chica vestida de negro y blanco, hizo una reverencia y salió junto con el muchacho que había empujado el carro con nuestras maletas. Yo quería recorrer el lugar, explorarlo, tocar todo, pero me quedé ahí parada, al lado de Cristhian, esperando a que él me dijera qué hacer.
—Ven —dijo él, caminando a través de un salón. Abrió una puerta y entró—. Tú dormirás aquí.
Me señaló una cama. Lo miré directo a los ojos, como siempre se me había prohibido. El par de gemas esmeralda eran severos y fríos. Le sostuve la mirada, llena de incertidumbre. Nos acabábamos de casar y me estaba diciendo que yo dormiría ahí, en una cama pequeña, una cama para una sola persona. No lo entendí, y él tampoco me lo explicó. Hizo un gesto de repulsión, como si le diera tanto asco que no soportara mirarme. No era la primera vez que me miraba de esa forma. Se dio media vuelta, se alejó y cerró con un portazo.
¿Qué había hecho mal? ¿Lo había ofendido de alguna forma? ¿Había hecho algo indebido durante la fiesta? Mi cabeza se llenó de preguntas y mis ojos de lágrimas.
Desde que la señora Vandervert me dijo que me casaría con su hijo, había soñado un millón de veces con el día de la boda. Pero había soñado aún más con la noche de bodas. En mis sueños, Cristhian era gentil, dulce; me tomaba en sus brazos con pasión y, a partir de esa noche, éramos felices para siempre. La realidad fue un trago amargo, uno de los más tristes. Me acosté en la cama sin quitarme el vestido blanco. Lloré hasta quedarme dormida.
Un ruido me despertó. Eran puertas abriendo y cerrando, conversaciones, risas. Había personas afuera. Me levanté de un salto, me limpié el rostro y me acomodé el vestido. Tal vez la fiesta iba a continuar ahí, en nuestra suite de hotel. Tal vez Cristhian solo me había pedido que descansara en esa cama individual para que estuviera lista más tarde en la noche. Giré la perilla de la puerta. Pero no abrió. Lo intenté otra vez, y otra, y otra. Estaba encerrada.
El barullo de afuera cesó por un momento. Lo siguiente que escuché fue a una mujer gimiendo, gimiendo de placer, gritando complacida.
—¡Sí, Cristhian! ¡Sí! ¡Oh por Dios! ¡Sabes cómo me encanta!
Sentí mis mejillas arder. Tapé mi boca para contener el ruido de mi llanto. Era Sarah Vandervert, la esposa del heredero más rico del país, y ahí estaba, encerrada en una habitación, escuchando cómo mi esposo complacía a otra en nuestra noche de bodas.
DevonPor un instante pensé que sería yo quien se inclinaría hacia Sarah, pero seguí inmóvil, atado por un nudo de nervios que me hacía sentir torpe, como si estuviera en terreno desconocido. Y fue ella quien dio el paso: sus labios rozaron los míos.El mundo dejó de moverse. Fue un contacto breve, tímido, casi accidental, pero me atravesó de arriba abajo con la violencia de un rayo. No me lo esperaba. No en ese momento, no en medio del silencio pesado del jardín, con el aroma húmedo de la tierra aún reciente por la lluvia y el recuerdo del funeral todavía latiendo en el aire.No sé cuánto tardé en reaccionar. Segundos tal vez, pero me parecieron eternos. Estaba tan sorprendido que lo único que pude hacer fue sentir. Y lo que sentí fue un desorden absoluto en mi cuerpo: el corazón queriendo escapar del pecho, las manos ardiendo de repente, la respiración cortada en pedazos torpes.Entonces ya no pensé más. La besé.No fue un beso perfecto, de esos que se planean en la imaginación y pa
DevonHabía llegado el día y yo estaba ahí, de pie frente a la puerta. Vestía de negro con ropa que no era mía y que me quedaba un poco grande. No era lo peor; lo peor estaba al otro lado de esa puerta blanca, impecable, que me separaba de la escena para la cual me había preparado, aunque en realidad no quería enfrentarla.Cuando por fin reuní el valor suficiente, posé la mano sobre la manilla y la giré despacio. Apenas había cedido un poco cuando la puerta se abrió de golpe y me dio directo en la frente, obligándome a retroceder con un gruñido.—Devon, lo siento —dijo Sarah al verme frotar la frente. Sus ojos estaban hinchados y las lágrimas resbalaban por sus mejillas, quedándose como charcos que desafiaban la gravedad. La miré solo un segundo y bajé la vista. Su dolor era demasiado, y yo no era tan fuerte como aparentaba. Llevaba un vestido negro que se ajustaba sobre su vientre. Estaba descalza, con los zapatos de charol en la mano.—¿Estás bien? —pregunté, aunque la respuesta era
Marcus se quedó en silencio por unos minutos. Yo no lo pude soportar. El silencio en esa habitación era un monstruo invisible que se sentaba entre nosotros, empujando mis pensamientos hacia rincones oscuros.—¿Te duele algo? —pregunté, acercándome a su cama. Él negó con la cabeza sin dejar de mirar por la ventana. Su rostro estaba tranquilo, pero en esa quietud había algo inquietante, como si su mirada se internara más allá del paisaje, en un horizonte al que yo no tenía acceso.—Estaré listo para volver al trabajo pronto —aseguró, con una convicción que me pareció prestada.Me forcé a sonreír.—No te preocupes, no ha habido mucho movimiento desde tu accidente —le expliqué, dando más pinceladas a aquella mentira que había pintado con tanta torpeza—. Puedes volver cuando te sientas mejor.Él giró lentamente el rostro hacia mí. Sus ojos tenían la claridad inquieta de alguien que busca el suelo en medio de un naufragio.—¿Qué era exactamente lo que hacía? —preguntó con calma, aunque la t
Asentí, y ella entró. Llevaba el cabello recogido y un suéter ancho que no ocultaba del todo la hinchazón de su vientre. Caminaba despacio, no por fragilidad física, sino como si cada paso le pesara más de lo que estaba dispuesta a admitir.—Anastasia me dijo que casi no sales de aquí —comentó, sentándose en la silla junto al escritorio.—Exagera —respondí.—No parece.Sonrió apenas, sin mirarme. Me di cuenta de que no era una sonrisa para mí, sino para sí misma, como si recordara algo privado.El silencio entre nosotros no fue incómodo. Era más bien como compartir un abrigo en un día frío: no hacía falta hablar para saber que el otro estaba ahí. Yo no quería hablar de Cristhian, y ella no me preguntó por el accidente y ese era el único tema del que podíamos hablar en ese momento y ambos lo sabíamos; había heridas que, si las nombras, sangran de nuevo, el silencio era mejor, pero ella lo rompió —Estas escribiendo?—preguntó con un tono curioso, la mirada fija en el cuaderno negro sobr
DevonNunca pensé que podría volver a entrar en una casa donde se escuchara risa infantil. No después de lo que pasó. No después de sentir que todo el ruido del mundo se había extinguido con el estruendo de un avión cayendo.La camioneta de Jacob avanzó por una calle arbolada y se detuvo frente a una casa amplia, de fachada clara, rodeada por un jardín que parecía cuidado sin ostentación, como si lo importante no fuera que luciera perfecto, sino que fuera vivido. El motor se apagó, pero el zumbido en mi cabeza siguió ahí, como si no quisiera dejarme.Anastasia bajó primero, ágil, con esa energía práctica que parece no abandonarla nunca. Jacob me abrió la puerta del copiloto.—Despacio, no hay prisa —dijo.Prisa… la palabra me sonó ajena. Desde el accidente, el tiempo había dejado de funcionar igual. Todo iba lento, pero yo me sentía siempre tarde.Pisé el suelo y sentí que mis piernas dudaban. El aire de afuera era tibio, pero me hizo estremecer. Miré hacia el jardín. Dos niños jugaba
DEVON—Tienes una visita —por un momento la mirada de Priya me distrajo, era lejana como si hablara con cualquier ptro paciente y no con aquel al que había estado tratatndo de animar durante todos estos días, por un instante mi mente se concentró tanto en sus ojos que me descubrí a mí mismo pensando en su anuncio como algo trivial, cuando dejé de ver sus ojos y apunté mi mirada ala puerta abriendose, fue como si un dolor punzante me despertara del letargo, como si hubieran abierto un agujero en el pecho para dejar pasar un rayo.No especificó quién. No hizo falta. Mi cabeza empezó a jugar con las probabilidades. Sí, podía ser Dayana, mi hermana; y si lo era, me alegraría, porque la quiero con esa mezcla de orgullo y gratitud que uno reserva para la única persona que comparte tu historia desde el principio. Pero había otra opción… y esa opción me desordenó la respiración.Podía ser Sarah.El simple pensamiento me electrificó. No era una ilusión ingenua: sabía que si aparecía, vendría
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