Dorian.
No sabía cómo decirle a Vanessa la verdad sobre mi pasado; la palabra “verdad” me temblaba en la garganta como si fuera un vaso de cristal a punto de romperse. No me sentía preparado, y sin embargo algo en mi pecho —una mezcla de urgencia y alivio— me empujó a hablar. La habitación parecía contener la respiración conmigo: la luz se filtraba por la cortina, el silencio hacía que hasta el latido de mi pulso sonara demasiado alto.
Ella me miraba con esos ojos que yo siempre recordaría —hermosos, abiertos, intactos— clavados en los míos, esperando. Había en su mirada una paciencia casi sacerdotal, como si fuera ella la encargada de absolverme y yo el pecador dispuesto a confesar. Sentí en su espera una ternura que me dolió y me sostuvo a la vez.
Sonreí para calmarme y la besé, un beso que fue más promesa que consuelo. Cuando me separé lo suficiente para hablar, ella me invitó con voz suave, como si supiera que en mis palabras había peligro y humildad a la vez.
—Cariño, ¿por qué no