Vanessa
Quedé observando a la esposa del amigo de Dorian. Era una mujer asiática de una belleza que no se podía ignorar: su cabello largo, lacio y brillante caía como una seda negra sobre sus hombros, y su cuerpo estaba perfectamente cuidado, como si cada día se esmerara en mantenerlo fuerte y disciplinado. Había en ella algo más que simple apariencia; transmitía fuerza, temple y serenidad.
Me comentó que tenía dos pequeños revoltosos, y apenas los vi comprendí lo que decía, pues jugaban y corrían sin descanso, como dos remolinos de energía. Ella me miró con una sonrisa tranquila y, mientras me ofrecía una taza de té, habló:
—Deberías entrenar conmigo, Vanessa. Sería perfecto para ti.
Tomé la taza entre mis manos, lo observé y di un sorbo. El sabor era extraño, amargo, pero lo disimulé mientras contestaba:
—La verdad, me gustaría. Quiero volverme fuerte, no alguien que se deje vencer por el miedo o las circunstancias. Y estando con Dorian… es evidente que me enfrentaré al peligro una