La mañana llegó sin anunciarse, apenas un velo más claro sobre las copas del bosque. Elia no había dormido. Había permanecido en cuclillas junto al fuego ya extinto, con la figura de hueso en las manos. No parpadeaba. Solo dejaba que el calor del hueso se filtrara hacia sus dedos, como si pudiera retener con la piel lo que ya no tenía cuerpo. A veces creía oír la respiración de Lena entre los árboles, en la exhalación más leve de la madrugada.
Riven apareció al borde del claro, sin hacer ruido. Elia no lo vio llegar, pero supo que estaba allí. Siempre lo supo. Era una certeza silenciosa, como el tacto de la luz en la piel antes de que el sol asome. No dijo nada. Se acercó y se sentó frente a ella, con las piernas cruzadas, la espalda erguida como un árbol joven. Sus ojos dorados estaban quietos, pero no fríos. Eran brasas contenidas.
Durante un instante, Elia miró sus manos sin moverse. Recordó la primera vez que Riven la había tocado, no con deseo, sino con propósito: cuando le acomo