Elia despertó antes del amanecer, con una opresión en el pecho que no provenía de ningún sueño. El aire estaba cargado, como si el bosque retuviera el aliento. Bajó de la hamaca, descalza, y salió sin hacer ruido. El cielo era una sábana azul oscura, suspendida sobre copas inmóviles.
En el claro, encontró a Lena sentada frente al fuego apagado. No estaba dormida, pero sus ojos estaban cerrados. Su respiración era tan suave que apenas levantaba el tejido sobre su pecho. Parecía una estatua de humo.
—Lena... —susurró Elia.
Lena abrió los ojos con lentitud. Estaban apagados, pero no vacíos. Era como si mirara desde otro lugar. Sus pupilas no eran negras, eran ríos lentos. Lo que veía no estaba allí. Pero tampoco estaba lejos. Lena veía en capas, como si el aire frente a ella fuera una página translúcida escrita desde dentro del tiempo.
—Estás escuchándolo, ¿verdad? —preguntó Elia, arrodillándose a su lado.
Lena asintió apenas. Movió los labios sin emitir sonido. Elia se acercó más.
—¿Qué