El aire olía a transición. No a muerte, no a nacimiento: algo entre ambos. Como el instante exacto en que una llama cambia de azul a dorado. Elia lo supo al despertar. Riven aún dormía, respirando con lentitud junto al cuaderno abierto. Pero el bosque... el bosque murmuraba distinto.
Había un zumbido tenue en las plantas bajas, como si las raíces hablaran entre sí. Elia no oía palabras, pero percibía una pregunta suspendida. No de advertencia. De espera.
Se levantó sin hacer ruido. El hilo en su muñeca vibraba con una energía baja, densa, como si estuviera enraizado en la tierra misma. El cuaderno se cerró solo, como obedeciendo un pacto invisible. Lo tomó con ambas manos y lo guardó en su morral, junto a la hoja marcada y el fragmento de savia seca.
Caminó. No hacia un destino concreto, sino hacia donde el bosque parecía apartarse ligeramente, como si la estuviera esperando. Cada paso la alejaba del claro, del fresno, de Riven… y sin embargo, no sentía separación. Era continuidad. Pa