Sabía que era él.
Desde el principio, algo en su mirada me había olido a podredumbre disfrazada de lealtad. Y no es que me gustara dudar de los míos —no después de haber aprendido a mirar a través del humo y de las sonrisas bien entrenadas—, pero el problema con los traidores es que siempre parecen los más convencidos.
Se camuflan entre nosotros con una habilidad asquerosa.
Y este, en particular, me había besado la mano el día que asumí el liderazgo. Me había dicho: "Por ti, iría al infierno". Qué irónico. Porque estaba a punto de enviarle la dirección exacta.
Lo llamé a mi despacho.
Sin testigos. Sin armas. Sin Matteo.
Solo él y yo. Porque hay batallas que una mujer tiene que librar sola, aunque tenga un ejército esperando tras la puerta. Y esto... esto era personal. Porque la peor traición no es la del enemigo: es la del que sabe tu nombre.
Cuando entró, tenía esa expresión neutral que tanto practicaba frente al espejo, seguro. El traje impecable, el cabello en su lugar. Un profesio