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El infierno tiene puertas, y yo encontré una abierta esta mañana.

Estaba en el estudio de mi padre —ahora mío—, rodeada de sombras largas y papeles que olían a pólvora y traición. La luz que se filtraba por la ventana apenas alcanzaba para leer el último informe, pero no necesitaba ver más. Las palabras hablaban como gritos.

Roberto se estaba moviendo. Otra vez.

Pero esta vez, no se trataba de alianzas en la sombra o de manipular territorios. No. Esta vez iba a arder algo.

Y no solo un barrio o una base.

Un hospital.

Una escuela.

Dos camiones cargados de explosivos.

Masacre.

La palabra me golpeó el pecho como una bala que rebota y no encuentra salida.

—¿Cómo consiguió acceso? —pregunté, sin alzar la voz. Mis dedos presionaban el papel con tanta fuerza que casi lo desgarré.

Marco, uno de los pocos en quienes aún podía confiar, desvió la mirada.

—Corrupción. Chantaje. Amenazas. Lo de siempre.

—¿Y las autoridades?

—En silencio. O peor: colaborando.

No dije nada. No porque no tuviera qué
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