Estaba ahí.
Silenciosa. Polvorienta. Inmóvil.
La caja fuerte que había sido una sombra más en el despacho de mi padre durante toda mi infancia. Siempre la veía. Siempre la ignoré. No porque no sintiera curiosidad, sino porque había aprendido que en esta familia las preguntas eran cuchillas y las respuestas, sentencias. Así que callaba. Observaba. Sobrevivía.
Hasta hoy.
Tenía la combinación. Matteo la encontró entre las últimas pertenencias de Dario, escondida como una confesión a medias. Era un pequeño trozo de papel arrugado, escrito con la letra de mi padre. Tres números. Nada más. Tres números que me temblaban en las manos.
—¿Estás segura? —preguntó Matteo desde la puerta, con esa mirada que siempre me hace sentir desnuda aunque esté vestida de guerra.
—No. —Respondí con brutal honestidad—. Pero igual lo voy a hacer.
La rueda giró con un sonido seco. Uno. Dos. Tres giros. Un clic. Y la puerta de acero se abrió como si hubiera estado esperando este momento desde siempre.
El interior