Toc, toc, toc.
—¿Mamá? ¿Estás allí? —La voz de Isaac, suave y cargada de esa inocencia infantil que Elio parecía haber olvidado, se filtró por las rendijas.
El tiempo se detuvo. Elio se congeló, su cuerpo tenso como una cuerda de violín a punto de romperse. Cristina sintió una oleada de alivio mezclada con un terror punzante: no quería que su hijo presenciara la ruina en la que se había convertido su matrimonio.
Elio se incorporó lentamente, sentándose en el borde de la cama, pero sus ojos permanecieron clavados en Cristina con una intensidad posesiva. Con un gesto brusco de la cabeza, le indicó la puerta.
—Contéstale —susurró Elio, con una voz que era una orden disfrazada de sugerencia.
Cristina intentó sentarse, acomodándose el cabello revuelto y tratando de alisar su ropa con manos que no dejaban de temblar. El nudo en su garganta era tan inmenso que temía no poder emitir ningún sonido.
—Voy, hijo... —La voz de Cristina salió quebrada, traicionándola. Se aclaró la garganta y forzó