Mundo ficciónIniciar sesiónIsadora morel fue criada entre desprecios, manipulaciones y violencia. Prometida a un hombre que nunca la amó, y traicionada por su amiga más cercana, su vida se convirtió en una pesadilla silenciada. Sus propios padres, junto a la poderosa familia Leclerc-Echeverri, la entregaron a una red de corrupción disfrazada de justicia. Golpeada, humillada y condenada injustamente, fue encerrada en una prisión donde el dolor físico era solo el preludio del verdadero tormento: el olvido. Pero el destino tenía otros planes. Tras un escape marcado por la tragedia, Isadora es dada por muerta. Sin embargo, una figura poderosa del extranjero la rescata y le ofrece algo que nunca tuvo: protección, conocimiento… y poder. Durante su exilio, Isadora entrena su cuerpo, afila su mente y aprende a jugar el juego de los poderosos. Renace en silencio, construyendo una red secreta de aliados: el Círculo I, una organización invisible que opera con precisión quirúrgica para desenmascarar a los monstruos que se esconden tras los trajes y las máscaras sociales. Ahora, ha regresado. Ya no como víctima. Sino como tormenta. Desde Bruselas hasta las cumbres del poder internacional, Isadora expone las redes de corrupción, enfrenta a quienes la destruyeron y lanza una advertencia al mundo: el silencio ya no es una opción. “LA CAÍDAS Y RESCATE DE UN ANGEL” es una novela de traición, dolor, renacimiento y justicia. Una historia donde una mujer rota se convierte en la fuerza que desmantelará el sistema que la quebró. Poderosa, conmovedora y brutalmente real.
Leer másLos cristales del gran salón centelleaban bajo la luz de las arañas colgantes, y el perfume de las flores recién cortadas se mezclaba con el olor metálico del oro y el poder. La residencia Morel era, al menos por fuera, el escenario perfecto para una celebración aristocrática. Pero entre los rostros pintados, las sonrisas falsas y las copas de champán francés, había una joven de vestido azul pálido que se deshacía lentamente por dentro.
Isadora estaba de pie junto al piano de cola, con las manos entrelazadas frente a ella y la espalda erguida como le había enseñado su madre. No podía apartar la vista de Damián Echeverri, el hombre al que le habían prometido, el heredero del imperio Echeverri, que en ese momento reía con la ex prometida que juraba no volver a ver. Amara Leclerc. El corazón de Isadora latía en un ritmo lento pero doloroso. No era por celos, sino por la humillación. Nadie en aquella sala parecía ver lo que ella veía. O, peor aún, nadie quería verlo. —Sonríe, Isadora —susurró su madre, Eugenia, acercándose por detrás—. Te están observando. No seas desagradecida. Tienes la oportunidad que muchas matarían por tener. Isadora obedeció. Su sonrisa fue breve, hueca. La misma que llevaba puesta desde que su padre le anunció el compromiso con Damián, hacía cuatro meses. No le preguntaron si quería casarse. No importaba. El apellido Echeverri significaba estatus, fortuna… y poder. Y los Morel, en bancarrota silenciosa, lo necesitaban con desesperación. Mientras su madre se alejaba para codearse con los Leclerc, Isadora desvió la mirada hacia el ventanal. Si cerraba los ojos con fuerza, podía imaginarse lejos. Tal vez en un pueblo costero, vendiendo flores o tocando el violín. Libre. Pero la libertad no era una palabra que existiera en su diccionario. —Isadora, querida —la voz de Mireya Echeverri, la madre de Damián, interrumpió su ensoñación—. ¿No crees que deberías pasar más tiempo con tu prometido? Se ve… demasiado cómodo con Amara. La sonrisa de Mireya era tan filosa como su tono. No era una advertencia, era una provocación. —Sí, señora —dijo Isadora en voz baja. —¿Disculpa? No te escuché. —Sí, señora Mireya —repitió, un poco más fuerte. No estaba permitido alzar la voz. No estaba permitido llorar. No estaba permitido contradecir. Isadora lo había aprendido desde niña, con los castigos silenciosos de su padre, las miradas de asco de su madre y el eco de una casa grande pero vacía. Se acercó a Damián con pasos silenciosos. Amara reía con una mano sobre el brazo del joven, demasiado familiar para alguien que supuestamente era solo una amiga. —¿Interrumpo? —preguntó Isadora, apenas audible. Damián la miró con fastidio. Sus ojos grises eran tan fríos como el mármol del salón. —¿Qué quieres?—Preguntó Damián —Solo saludarte.—Susurró Isadora. Amara sonrió con dulzura venenosa. —Oh, Isadora, no seas tan insegura. Damián y yo solo hablábamos de los viejos tiempos. ¿No es así, cariño? El apodo fue una daga. Y Damián no la corrigió. —Claro. Aunque algunos recuerdos no necesitan revivirse —respondió él, lanzándole a Isadora una mirada que la desarmó por completo. Ella asintió y se alejó en silencio, tragando la vergüenza. La fiesta seguía como si nada. Las risas, la música, los brindis. Nadie notó cómo sus ojos se llenaron de lágrimas contenidas. Nadie notó cómo su alma se agrietaba. Hasta que alguien sí lo notó. —¿Estás bien? La voz venía del rincón menos iluminado del salón. Un joven de cabello oscuro, mirada curiosa y sin copas en la mano. Isadora no lo reconoció. Tampoco respondió. —Perdón. No quería incomodarte —dijo él con gentileza. Ella simplemente negó con la cabeza y caminó hacia las escaleras. Necesitaba aire. Necesitaba huir. Pero hasta eso le estaba prohibido. --- Esa noche, al llegar a su habitación, encontró una nota sobre su cama. La letra de su padre era precisa, severa: —“No vuelvas a dejar a tu prometido solo. Nuestra reputación no puede permitirse un escándalo. Recuerda quién te salvó de vivir como una fracasada.” Isadora estrujó el papel entre sus dedos. ¿Salvarla? ¿Eso creían? ¿Que había sido rescatada al ser entregada como moneda de cambio? La puerta se abrió de golpe. Era Damián. —¿Qué haces aquí? —preguntó ella, dando un paso atrás. —No tienes derecho a cuestionarme. Eres mía —dijo él, cerrando la puerta con fuerza. Isadora sintió cómo el miedo le trepaba por la garganta. Damián se acercó con pasos lentos, sus ojos encendidos de ira. —¿Intentas humillarme delante de Amara? ¿Estás loca? —gritó Damián. —Solo... me acerqué para saludar. —¡Mentira! —rugió él—. Eres patética. Débil. Nadie te toma en serio, ni siquiera tus padres. ¿Crees que puedes competir con ella? — En ese momento la golpeó. No fue la primera vez. Pero sí la primera que sangró. Isadora cayó al suelo con el rostro ardiendo y la dignidad hecha trizas. No lloró. No gritó. Solo se quedó allí, inmóvil. Damián la observó con desprecio antes de salir de la habitación, dejando la puerta abierta de par en par. Como si quisiera que alguien más la viera así. Como castigo. --- A la mañana siguiente, su madre entró sin tocar. —Ponte hielo. Maquillaremos eso antes de la cena con los Echeverri. No puedes ir con esa cara. —¿No vas a preguntar qué pasó? —¿Y qué importa? Si lo provocaste, fue tu culpa. Si no, igual tendrás que soportarlo. El matrimonio es sacrificio, Isadora. Aprende a callar. Aprende a aguantar. Isadora apretó los labios. Por dentro, algo crujió. No su rostro, no su cuerpo… su espíritu. Una grieta pequeña. Un susurro silencioso que decía: basta. Pero aún no era el momento de romper. Aún no tenía adónde ir, ni a quién acudir. Estaba sola. Y lo peor aún no había llegado. --- Esa noche, Amara llegó a la cena con un vestido rojo y una sonrisa arrogante. Se sentó al lado de Damián, desafiando la etiqueta y la lógica. Nadie la detuvo. Isadora fue enviada al extremo de la mesa, al lado del tío borracho del que nadie hablaba. —¿No te molesta? —le susurró el tío, observando la escena—. ¿Ver cómo tu prometido se burla de ti delante de todos? Ella no respondió. —Debiste decir que no, niña. Debiste haber escapado antes de que fuera tarde. Ya es tarde, pensó Isadora. Tarde para escapar. Tarde para soñar. Tarde para salvarse. Pero tal vez no era tarde para otra cosa. Para renacer. Para vengarse. Solo necesitaba aguantar un poco más. Aguantar… hasta el momento correcto.La fiesta había durado todo el día. Después de la ceremonia, de los bailes y de la aparición milagrosa de Lucian y Seraphina, la celebración se convirtió en un tapiz de anécdotas, risas y complicidad. El patio central de la mansión estaba lleno de mesas largas, donde los invitados compartían pan, vino, postres y canciones. El general Armand contaba, entre carcajadas, cómo una vez confundió un caballo rebelde con un ataque enemigo y terminó embarrado hasta la cintura. Steve mostraba imágenes de Isadora de espaldas, recogiendo flores, asegurando que las fotos espontáneas eran siempre las más bellas. Adrien, con una copa en la mano, relataba cómo se infiltró en un despacho para conseguir el primer documento que probaría la inocencia de Isadora. Nala, entre lágrimas y risas, recordó: —¿Te acuerdas cuando insistías en que no sobrevivirías a esa prisión? Yo juraba que sí. Y mírate hoy, casada, con tus padres a tu lado y un pueblo entero cantando por ti. Isadora la abrazó fuerte. —N
Gabriel dio un paso, pero fue Lucian quien pidió la palabra con un gesto. —Hubo un tiempo —comenzó— en que la sombra había tomado demasiadas formas. La conspiración que te arrebató el nombre nos perseguía a todos. El accidente que el mundo creyó mortal fue un montaje que aprovechamos para desaparecer. No por cobardía, hija, sino por estrategia. Había intentos sobre nuestras vidas; cada aliado caído nos confirmaba que seguir visibles significaba firmar tu sentencia. Seraphina asintió, los ojos húmedos. —Nos ocultamos en un enclave diplomático en la frontera, bajo identidades protegidas por viejas lealtades. Vivimos como eremitas de la historia, con la esperanza como único lujo. Cada noticia falsa sobre ti era un tajo; cada silencio, una oración. Hasta que él —miró a Gabriel con gratitud— nos encontró. Gabriel sostuvo la mirada de Isadora. —Cuando te sacaron de la prisión y el país comenzó a despertar, los seguimos como un rastro de rescoldos. Localicé a tus padres poco después de
La ceremonia se había disuelto en una alegría mansa que lo impregnaba todo. El anfiteatro de piedra se transformó, casi sin que nadie lo advirtiera, en un salón al aire libre: mesas largas con manteles crudos, lámparas suspendidas en frascos de cristal, caminos de pétalos que nacían del altar y se derramaban hacia los jardines. El olor a pan recién hecho y a hierbas del invernadero se mezclaba con el perfume de los lirios que coronaban cada centro de mesa. Músicos del pueblo tomaron lugar en un tablado de madera clara. Violines, guitarras y un acordeón marcaban un compás que era mitad himno, mitad canción de cuna. La gente reía, brindaba, se abrazaba. Los diplomáticos habían dejado a un lado el gesto rígido y conversaban con artesanos, maestres de cocina y viejas del mercado; era la familia de Liria del Norte ensanchándose como una mesa bien puesta. Isadora caminaba tomada del brazo de Gabriel, recibiendo felicitaciones, bendiciones, promesas de ayuda. Sus ojos iban de un rostro a o
El sol se levantó radiante sobre los bosques de Liria del Norte. El rocío brillaba en las hojas, y el aire olía a flores recién cortadas. Desde muy temprano, la mansión de los Condes bullía de movimiento: diplomáticos, invitados internacionales, vecinos del pueblo y artesanos locales daban los últimos toques a la celebración que se había preparado en secreto durante semanas. Las campanas de la catedral repicaban a lo lejos, pero no con un llamado solemne, sino con un júbilo que anunciaba que aquel día sería recordado como un renacer. Isadora, en su habitación, contemplaba el vestido que aguardaba en un maniquí. Era la pieza de encaje y diamantes valorada en millones, pero en ese momento, para ella, no era más que el símbolo de una vida que había renacido de las cenizas. Nala y Clara la ayudaban a arreglarse con cuidado, ajustando el velo y colocando un delicado tocado de lirios blancos. —Pareces salida de un sueño —dijo Clara, con lágrimas contenidas. —Hoy no quiero soñar más —res
El pequeño cortejo avanzó por la avenida de hayas, con Clara al frente. A mitad de camino, Steve se quedó rezagado un instante para ajustar su cámara. —Nada de primeros planos sin aprobación —repitió Isadora, divertida. —Palabra de gentleman. Si hay lágrimas, serán las mías —y se tocó el corazón, teatral. Adrien caminaba a la par de Gabriel. —¿Cómo la ves? —preguntó el periodista, sin abrir el cuaderno. —Ligera —respondió Gabriel—. Y eso que alrededor todo pesa toneladas. La ligereza de quien ya soltó la carga y ahora elige qué tomar. —Lo escribiré con otras palabras —sonrió Adrien—. Pero te juro que no lo mejoraré. Llegaron al claro del anfiteatro de piedra, una depresión natural entre rocas, donde artesanos del pueblo, ayudados por carpinteros militares, habían levantado discretas plataformas circulares. No eran escenarios grandilocuentes; parecían crecer del suelo mismo, cubiertos de madera clara. En el centro, un arco vegetal entrelazaba lirios, ramas de olivo y finos hilos
La luz de la mañana entró tamizada por los encajes de las cortinas del ala este. En el corredor, el ir y venir de pasos se volvió un murmullo permanente: mozos con bandejas, floristas que pedían agua fresca para los lirios, técnicos que probaban discretamente la iluminación de los patios. Isadora, ya en pie, respiró hondo frente al ventanal que daba al jardín de los naranjos. Había algo en el aire, una mezcla de azahares y expectativas, que la emocionaba y la inquietaba a la vez. —¿Demasiado movimiento para una boda sencilla? —bromeó Gabriel, apareciendo con dos tazas de té. —Prometiste no burlarte —respondió ella, sonriendo, aunque a los pocos segundos se mordió el labio—. ¿Seguro que esto no se ha ido de las manos? Gabriel le tendió la taza. —De las manos de todos, quizá. De las tuyas, nunca. Hoy llegan amigos. Eso basta para que todo tenga sentido. A media mañana, los portones de hierro se abrieron para la primera comitiva. Dos vehículos negros, discretos y sin insignias, atra
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