La ciudad dormía en paz mientras, en lo más profundo de la prisión Santa Lucía, Isadora Morel se aferraba a su propio silencio como si fuera un escudo. El vendaje en su abdomen estaba sucio. Su mejilla aún inflamada. No habían pasado ni veinticuatro horas desde la brutal golpiza. Y sin embargo, sus ojos ya no mostraban dolor.
Mostraban estrategia.
Cada golpe, cada humillación, cada mentira que la había arrastrado hasta esa celda oscura, había hecho más que herirla: la había obligado a despertar.
Mientras las demás reclusas dormían o susurraban historias rotas en medio de la noche, Isadora repasaba en su mente una y otra vez los rostros de sus enemigos. Visualizaba sus gestos, sus palabras, sus puntos débiles. Como si fuera un tablero de ajedrez. Un juego que ella no había elegido… pero que iba a aprender a dominar.
Porque lo que ellos no sabían… era que ella no estaba rota. Solo estaba en construcción.
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Mientras tanto, en una suite de lujo en el corazón de la ciudad, Am