Los cristales del gran salón centelleaban bajo la luz de las arañas colgantes, y el perfume de las flores recién cortadas se mezclaba con el olor metálico del oro y el poder. La residencia Morel era, al menos por fuera, el escenario perfecto para una celebración aristocrática. Pero entre los rostros pintados, las sonrisas falsas y las copas de champán francés, había una joven de vestido azul pálido que se deshacía lentamente por dentro. Isadora estaba de pie junto al piano de cola, con las manos entrelazadas frente a ella y la espalda erguida como le había enseñado su madre. No podía apartar la vista de Damián Echeverri, el hombre al que le habían prometido, el heredero del imperio Echeverri, que en ese momento reía con la ex prometida que juraba no volver a ver. Amara Leclerc. El corazón de Isadora latía en un ritmo lento pero doloroso. No era por celos, sino por la humillación. Nadie en aquella sala parecía ver lo que ella veía. O, peor aún, nadie quería verlo. —Sonríe, Isad
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