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Capitulo 2 La Visita del Enemigo Disfrasado

El sol entraba a través de las cortinas de encaje como si no supiera que la oscuridad aún reinaba dentro de la habitación. El golpe del día anterior había dejado un hematoma oscuro en la mejilla izquierda de Isadora. Aun así, su madre insistió en que se vistiera y maquillara como si nada hubiera pasado.

La cena con los Echeverri había sido un desastre para cualquiera que viera con ojos sinceros, pero en aquella sociedad podrida, el silencio lo borraba todo. Las apariencias siempre ganaban.

—Hoy te visitará Amara —anunció Eugenia mientras revisaba su joyero, como si hablara de un hecho sin importancia—. Dice que quiere ayudarte a elegir los arreglos florales para la boda.

Isadora sintió un escalofrío. Si algo sabía con certeza era que Amara Leclerc no era su amiga. Su sonrisa era tan falsa como los diamantes de su madre, y su voz tan dulce como el veneno.

—No necesito su ayuda —se atrevió a decir, con voz queda.

Eugenia se detuvo y giró lentamente hacia ella.

—¿Perdón?

Isadora bajó la mirada.

—Lo siento. Haré lo que se espera de mí.

—Eso espero. Porque a estas alturas, eres lo único valioso que podemos ofrecer. No arruines esto, Isadora.

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A las once en punto, Amara llegó con un ramo de lirios blancos, envuelta en un abrigo carmesí que hacía juego con sus labios. Entró a la casa como si le perteneciera. Y de cierta forma, así era.

—¡Isadora! —exclamó, abrazándola sin esperar respuesta—. Me alegra tanto verte. Pensé que podrías necesitar una amiga.

Isadora se tensó. Amara olía a perfume caro y a manipulación.

—Gracias por venir —dijo, forzando una sonrisa—. ¿Te gustaría tomar el té en el invernadero?

—Claro, querida. Siempre amé este lugar… aunque confieso que lo prefería cuando no tenía tantas telarañas —rió con una burla disfrazada de broma.

Isadora fingió no escuchar. La condujo entre los helechos y rosas marchitas, a la mesa que su madre hacía arreglar para aparentar sofisticación.

Cuando se sentaron, Amara dejó el ramo sobre la mesa y cruzó las piernas con elegancia. La miró con una mezcla de lástima fingida y superioridad.

—¿Estás bien? He oído rumores. Que estás algo… sensible últimamente.

Isadora alzó la mirada. Su mejilla maquillada ardía bajo la luz del día.

—Estoy bien —respondió.

—¿Seguro? Porque Damián… bueno, es un hombre con carácter. Pero tú no pareces saber manejar eso. No te culpo, claro. Hay mujeres hechas para este tipo de hombres y otras que… no lo están.

El silencio se volvió denso.

—¿Tú sí estás hecha para él? —preguntó Isadora sin pensar.

Amara sonrió, satisfecha por haberla hecho reaccionar.

—Él y yo tenemos historia, querida. Cosas que no se borran con un anillo o un vestido blanco. Pero tranquila, no estoy aquí para hablar de eso. Estoy aquí por ti.

Se inclinó hacia adelante, como si compartiera un secreto.

—Sé que estás sufriendo. Y no quiero que pienses que estás sola. Podemos ser aliadas, ¿sabes? Podríamos apoyarnos mutuamente. Yo podría ayudarte a entenderlo mejor. A complacerlo… antes de que te haga sufrir más.

Isadora tragó saliva. ¿Complacerlo? ¿De qué hablaba exactamente? La forma en que Amara la miraba, con esa falsa preocupación, le erizaba la piel.

—¿Por qué harías eso? —preguntó finalmente—. ¿Por qué querrías ayudarme?

—Porque soy generosa. Porque a veces las mujeres como tú necesitan una guía. Y yo… bueno, yo soy lo que tú aspiras a ser: una Echeverri, aunque ya no lleve el apellido.

Amara se levantó, dio un pequeño rodeo por el invernadero y, como quien no quiere la cosa, dejó caer una rosa al suelo. Luego volvió a mirarla con una expresión casi maternal.

—Cuidado con lo que dices, Isadora. La gente importante está siempre escuchando. No querrás que alguien piense que no estás agradecida con lo que tienes. O que no estás… mentalmente estable.

Isadora sintió un temblor en los dedos. Esa frase, dicho con tanta calma, era una amenaza disfrazada.

—Damián me ama —dijo en voz baja, sin saber por qué.

Amara rió. Una risa corta, cortante.

—Damián ama lo que puede controlar. No lo confundas con amor.

Y sin más, recogió su bolso, volvió a colocar la rosa en su sitio y se despidió con un beso en la mejilla que quemó como una herida fresca.

—Nos vemos en la prueba del vestido. Recuerda que siempre puedes contar conmigo. Siempre.

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Aquella noche, Isadora se encerró en el baño y se miró al espejo largo. Quitó el maquillaje con cuidado, revelando la mancha violeta en su piel pálida. Era una sombra de su vida. De su impotencia. Pero también, cada día, empezaba a ser una cicatriz de fuego que prometía no olvidar.

Tomó su cuaderno escondido bajo una loseta floja del piso, y escribió una línea:

“Amara no es mi amiga.

Y algún día, su sonrisa será la primera en desaparecer.”

Cerró el cuaderno. Escuchó pasos afuera. Su madre hablaba con alguien. Mencionaban la palabra “hospitalidad”, y “estado emocional”.

Luego, escuchó su nombre.

Y comprendió que Amara había sembrado una semilla.

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Dos días después, fue citada a una reunión con Damián y su madre en la residencia Echeverri. Su madre la preparó como si fuera una muñeca de porcelana que debía impresionar.

—Y recuerda, hija, no te atrevas a decir nada que nos deje en vergüenza.

Al llegar, todo en la mansión gritaba frialdad y control. Los muebles estaban perfectamente alineados. Las alfombras no tenían una sola arruga. Y los cuadros de los ancestros colgaban sobre las paredes como jueces perpetuos.

—Bienvenida, Isadora —dijo Damián con esa sonrisa que solo mostraba en público.

Ella hizo una reverencia pequeña. Mireya la observaba como si fuera una pieza de subasta.

—Amara nos ha dicho que has estado… confundida últimamente —comentó la mujer, sirviendo té con una pulcritud que asustaba.

—No estoy confundida —respondió Isadora con voz firme.

—Eso espero. Porque cualquier señal de debilidad podría interpretarse como inestabilidad. Y tú sabes lo importante que es la estabilidad emocional en una futura esposa.

Damián no dijo nada. Solo jugaba con la cucharilla, haciendo un leve ruido que taladraba la tensión.

—¿Algún problema en casa? —preguntó Mireya con falsedad.

Isadora negó. —Todo está bien.

—¿Y con Damián?

—Perfecto.

Mireya sonrió.

—Entonces no tendrás problema en firmar este documento.

Isadora lo tomó con manos temblorosas. Era un acuerdo prenupcial. Pero había una cláusula nueva.

“En caso de inestabilidad emocional comprobada o conductas inadecuadas, la unión podrá anularse sin compensación alguna.”

Sintió como si la empujaran hacia el abismo.

—¿Esto es una prueba? —susurró.

—Es una medida de protección —dijo Damián al fin—. Para ti y para mí.

Isadora firmó. No porque creyera en él. Sino porque no tenía opción. Aún.

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Esa noche, en su habitación, escribió una nueva entrada:

“Primero fue la voz. Luego el cuerpo. Ahora quieren llevarse mi mente. No lo permitiré. Si este es el juego que quieren jugar, yo aprenderé las reglas. Y cuando estén dormidos… yo haré las mías.”

Y por primera vez, no sintió miedo al cerrar los ojos.

Sintió furia.

Una furia silenciosa que, como una amiga inesperada, vino a quedarse.

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