El sol se levantó radiante sobre los bosques de Liria del Norte. El rocío brillaba en las hojas, y el aire olía a flores recién cortadas. Desde muy temprano, la mansión de los Condes bullía de movimiento: diplomáticos, invitados internacionales, vecinos del pueblo y artesanos locales daban los últimos toques a la celebración que se había preparado en secreto durante semanas.
Las campanas de la catedral repicaban a lo lejos, pero no con un llamado solemne, sino con un júbilo que anunciaba que aquel día sería recordado como un renacer.
Isadora, en su habitación, contemplaba el vestido que aguardaba en un maniquí. Era la pieza de encaje y diamantes valorada en millones, pero en ese momento, para ella, no era más que el símbolo de una vida que había renacido de las cenizas. Nala y Clara la ayudaban a arreglarse con cuidado, ajustando el velo y colocando un delicado tocado de lirios blancos.
—Pareces salida de un sueño —dijo Clara, con lágrimas contenidas.
—Hoy no quiero soñar más —res