Las paredes eran grises, frías, sin adornos, sin compasión.
Las puertas no se abrían con pomos, sino con llaves metálicas oxidadas que chirriaban cada vez que alguien era encerrado. La prisión femenina Santa Lucía era uno de esos lugares que no salían en las noticias, donde el sistema se oxidaba con sangre y olvido, y donde la justicia se quedaba detenida en la reja de entrada.
Isadora cruzó el portón esposada, con el cabello desordenado, el rostro pálido y las muñecas marcadas por el metal. Llevaba el uniforme naranja como un sello de vergüenza. Pero su mente estaba más alerta que nunca.
Las internas la observaban como aves carroñeras detectando carne fresca.
Algunas reían en voz baja. Otras la estudiaban en silencio. La mayoría olía el miedo.
Pero ella no tenía miedo.
Tenía furia.
Y aunque no sabía aún cómo usarla… sabía que debía ocultarla.
—Celda 43. Pabellón B —dijo la alcaide sin mirarla.
Isadora fue empujada por una guardia robusta, de rostro curtido, labios r