Capitulo 4 Silencio Forzado

El reflejo de Isadora en el espejo no le resultaba familiar. La piel de su rostro aún mostraba los residuos del golpe: una sombra amarilla que ningún maquillaje podía disimular por completo. Su madre, sin embargo, se esmeraba en cubrirlo con polvos, correctores y productos que olían a rosas muertas.

—No mires así —decía Eugenia mientras apretaba el pincel contra la mejilla herida—. Todo esto pasará cuando estés casada. Solo tienes que resistir un poco más.

Isadora no respondió. Su madre le hablaba como si el dolor fuera un deber, como si recibir una bofetada fuera parte del protocolo nupcial.

—Tu padre está molesto —añadió—. Lo hiciste quedar como un incompetente delante de los Echeverri. Dicen que saliste corriendo como una histérica de la cena. ¿Qué se supone que debía pensar la prensa?

—¿La prensa? ¿Eso es lo que les importa?

—¡Claro que sí! —gritó Eugenia, y luego bajó la voz como si se hubiera asustado de su propio tono—. Esta familia ya tiene demasiados escándalos. Si tú eres la causa de otro, te juro que ni siquiera el apellido Morel podrá salvarte.

Isadora cerró los ojos. Por dentro, cada palabra era un clavo más en su ataúd emocional.

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Esa misma tarde, fue llevada a una cita obligatoria con un terapeuta designado por la familia Echeverri. El consultorio era tan frío como un quirófano: paredes blancas, diplomas colgados con arrogancia y una silla que parecía más un instrumento de interrogación que de ayuda.

—Bienvenida, Isadora —dijo el doctor Vignali, un hombre mayor, con gafas redondas y una sonrisa que no le alcanzaba los ojos—. ¿Sabes por qué estás aquí?

—Porque me golpearon.

—¿Perdón? —preguntó, ladeando la cabeza.

—Damián me golpeó —repitió, con voz temblorosa.

El hombre anotó algo en su libreta y luego levantó la vista.

—¿Y tú qué hiciste?

El mundo se congeló por un segundo.

—¿Cómo?

—Dices que él te golpeó. ¿Qué hiciste tú para que reaccionara así?

La pregunta cayó como un balde de agua helada. Isadora comprendió que no estaba allí para ser escuchada. Estaba allí para ser corregida.

—Nada. Solo… derramé una copa.

—¿Y cómo te sentiste?

—Humillada. Asustada.

—¿Te arrepientes?

—¿De qué?

—De haber actuado de forma impulsiva.

Isadora no respondió. El doctor cerró su libreta, sonrió, y dijo:

—Te recomiendo ejercicios de respiración. Y menos dramatismo. Eso ayuda mucho en las futuras esposas.

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Al regresar a casa, su padre la esperaba en el despacho. No la miró cuando entró. Solo señaló una silla frente a su escritorio.

—Siéntate.

Ella obedeció.

—A partir de hoy, tus salidas serán supervisadas. No hablarás con la prensa. No tomarás llamadas sin autorización. Y durante los eventos, no abrirás la boca sin que se te indique. ¿Entendido?

—¿Me están castigando?

—Te estamos protegiendo. De ti misma.

—Papá…

—¡No me llames así! —rugió Ernesto, golpeando la mesa—. ¡Has deshonrado este apellido con tu debilidad! ¡No te criamos para llorar por un golpe, sino para mantener la cabeza alta!

Isadora sintió un nudo en la garganta. No de tristeza, sino de rabia contenida.

—Entonces no me criaron para ser feliz —dijo, casi en un susurro.

Su padre la fulminó con la mirada.

—No fuiste criada para tener opciones.

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Los días siguientes fueron un desfile de control absoluto. Eugenia se encargaba de su agenda, de su ropa, de sus visitas. Damián no la contactó. Y Amara, como si disfrutara cada segundo, enviaba mensajes de voz en tono amistoso:

—Hola, Isa. Solo quería recordarte que este sábado tenemos la prueba del menú de la boda. Damián estará ahí, y su madre también. ¡Será divertido! Lleva algo sencillo. Tú sabes… no queremos opacarla.

Isadora borraba los mensajes sin escucharlos completos. Pero los guardaba en un cuaderno. Una por una, las frases se convertían en pruebas. De algo. De todo.

Comenzó a escribir más seguido. Ya no eran solo pensamientos, sino pequeños fragmentos de conversaciones, fechas, frases, amenazas disfrazadas. Estaba construyendo una historia. Su historia. Aunque nadie quisiera oírla.

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Durante la prueba del menú, la humillación fue pública.

—Isadora —dijo Mireya mientras degustaban el segundo plato—. ¿Podrías por favor no hacer ese sonido con la cuchara? Es… vulgar.

—Lo siento.

—De nada sirve que lo digas si no lo corriges.

Isadora bajó la mirada. Damián ni siquiera intervino. Comía tranquilo, bebiendo vino, como si ella fuera parte del mobiliario.

Amara, por su parte, había tomado el lugar al lado de él. Tocaba su brazo. Reía con sus chistes. Le corregía la corbata.

—¿Te molestaría si pruebo con tu cuchara, Damián? La mía está sucia —dijo ella, extendiendo la mano.

—Claro que no —respondió él, sin mirar a Isadora.

El corazón de Isadora golpeó dentro de su pecho. No por celos, sino por la vergüenza.

—¿No vas a decir nada? —le preguntó Amara de repente.

—¿Sobre qué?

—Sobre que estoy muy cerca de tu prometido. ¿No te incomoda?

Isadora sintió todas las miradas sobre ella. Mireya. Eugenia. Damián.

—No me molesta —dijo, aunque le supiera a veneno.

Amara rió.

—Eres más fuerte de lo que aparentas.

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Esa noche, le quitaron el teléfono.

—No necesitas distracciones —dijo Eugenia—. La boda está cerca. Hay que prepararte para el rol que vas a tener.

—¿Y cuál es ese rol?

—El de una buena esposa. Silenciosa. Bella. Presentable. Funcional.

—¿Y si no quiero?

—Entonces te internarán. Con gusto te firmamos el ingreso. Ya sabes que tienes antecedentes de crisis nerviosas. No querrás que eso salga a la luz, ¿cierto?

Isadora entendió entonces que su voz ya no tenía dueño.

Se la habían arrebatado con golpes, con silencio, con chantajes.

Y sin voz… no había escape.

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Durante la madrugada, se despertó sobresaltada. Había tenido una pesadilla: estaba en el altar, vestida de blanco, con la boca cosida y las manos atadas. Todos aplaudían. Damián le ponía el anillo mientras Amara sostenía su velo.

Corrió al baño y vomitó.

Luego, con los dedos temblorosos, sacó el cuaderno escondido tras la tabla floja del tocador y escribió:

“No hay barrotes. Pero esta es una prisión. Y yo… soy la prisionera más peligrosa. Porque una mujer rota que aún respira es una amenaza para todos los que la quisieron callar.”

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Días después, fue llevada a una sesión de fotos para la revista de la familia Echeverri. Isadora posó con un vestido blanco marfil, rodeada de flores, mientras un fotógrafo la dirigía con órdenes frías.

—Sonríe.

—Más suave.

—No muestres tanto los dientes.

—No pongas esa cara. Pareces triste.

Eugenia, sentada al fondo, asintió satisfecha.

—Así está bien. ¿Lo ves? Cuando quiere, puede comportarse.

Isadora miró al lente de la cámara.

Y sonrió.

Una sonrisa vacía.

Una sonrisa muda.

Una sonrisa… que algún día se convertiría en grito.

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