El cielo estaba cubierto de nubes, como si incluso la luna se negara a presenciar lo que aquella noche estaba por suceder.
La gala benéfica organizada por la familia Echeverri era un evento anual. Un desfile de máscaras y apariencias, donde los ricos simulaban bondad mientras se repartían elogios y contratos secretos. Isadora estaba obligada a asistir. Su presencia era esencial para reforzar la imagen de la familia antes del matrimonio. Vestía un traje de seda negra, ajustado y elegante, con una capa de tul que arrastraba como sombra a cada paso. Su madre había supervisado personalmente cada detalle de su vestuario. —Recuerda quién te mira esta noche —le había dicho Eugenia mientras la peinaban—. Tienes que comportarte como si todo fuera perfecto. No importa lo que ocurra por dentro, Isadora. Lo único que cuenta es lo que proyectas. En el fondo, Isadora ya no sentía ira. Sentía… vacío. Una calma gélida, como la que precede a una tormenta. --- La gala se llevó a cabo en el palacio de convenciones más exclusivo de la ciudad. Techos altos, columnas de mármol, candelabros de cristal colgando como lluvia dorada. Todo brillaba… excepto ella. Damián llegó con Amara del brazo. Sí, frente a todos. Sí, sin explicaciones. Y nadie dijo nada. Isadora permaneció inmóvil. Apretó los dedos de sus manos para no temblar. Las miradas la atravesaban, algunas con lástima, otras con burla, y la mayoría con indiferencia. Cuando intentó acercarse a Damián, él la ignoró por completo. —No hagas una escena —le murmuró al pasar, sin mirarla—. Sería contraproducente para ti. Amara, por su parte, sonrió con descaro y tomó una copa de vino. —¿No estás de acuerdo, querida? Isadora tragó su orgullo como si fuera vidrio molido. —Claro. No vale la pena arruinar una noche tan… especial. —Buena chica —respondió Amara, dándole una palmadita en el hombro. --- Los discursos comenzaron. Empresarios, políticos, socialités. Todos hablaron sobre “solidaridad”, “familia”, “valores”… palabras huecas que sonaban tan falsas como el oro en los trajes de gala. Cuando anunciaron a Damián como benefactor del año, el auditorio estalló en aplausos. Él subió al escenario, con su sonrisa falsa y mirada altiva. Y entonces, sin previo aviso, hizo lo impensable. —Quiero compartir este honor con alguien muy especial —dijo ante el micrófono—. Una mujer que ha sido parte de mi vida durante muchos años. Fuerte, leal, incondicional… Isadora sintió que el aire desaparecía. —…Amara Leclerc. El público volvió a aplaudir. Amara subió al escenario, con elegancia y arrogancia, y se colocó junto a él. Damián le entregó una rosa blanca. Luego, la besó en la mejilla. La cámara proyectó la imagen en una pantalla gigante sobre sus cabezas. Nadie miró a Isadora. Nadie notó cómo sus labios temblaban, cómo su rostro palidecía. La estaban borrando. Públicamente. --- Se retiró sin decir palabra. Cruzó el salón entre murmullos ahogados. Tomó un pasillo lateral y se encerró en el baño. Ahí, en el espejo, se enfrentó a una versión de sí misma que apenas reconocía. Ojos apagados. Piel tensa. La boca torcida por el dolor que ya no se traducía en llanto. Sacó su cuaderno del bolso. Siempre lo llevaba consigo. Abrió la última página y escribió: “No es una traición. Es una ejecución. Me están matando en vida. Lentamente. A la vista de todos. Y todos aplauden.” Cerró el cuaderno. Se lavó la cara. Respiró hondo. Cuando salió, encontró a una de las asistentes del evento, una joven de cabello castaño, esperándola. —Señorita Morel, su madre me pidió que la lleve al salón privado. Quieren hablar con usted. —¿Ahora? —Sí. La están esperando. Isadora la siguió sin hacer preguntas. Al llegar, la puerta se cerró tras ella. La sala estaba a oscuras, iluminada solo por un candelabro pequeño. Dentro, la esperaban Eugenia, Mireya… y Amara. Damián no estaba. —¿Qué es esto? —Una conversación necesaria —dijo Mireya, cruzando las piernas—. Nos preocupas, Isadora. —Te estás comportando de forma… inestable —añadió Eugenia—. No comes, no sonríes, y ahora te vas a mitad de un evento público. —¿Eso es todo lo que tienen para decirme? ¿Después de lo que acaban de hacerme? Amara se rió. —Nadie te hizo nada. Solo interpretaste mal una situación. Damián y yo tenemos una historia. Una amistad profunda. No es mi culpa si no puedes manejarlo. —¿Y besarla frente a todos? ¿Es parte del guion de amistad? Mireya se puso de pie. —Isadora, si continúas con este tipo de actitudes, tendremos que considerar una evaluación médica. —¿Una qué? —Una evaluación mental —dijo Eugenia—. No queremos que todo esto termine en escándalo. Ni que te autodestruyas justo antes de la boda. Isadora entendió. Era una amenaza. Una presión. La estaban acorralando. —No estoy loca —dijo, firme. —Nadie lo ha dicho —respondió Amara con voz melosa—. Pero la percepción… lo es todo. --- Salió de la sala sin despedirse. Caminó directo hacia la terraza. Necesitaba aire. Necesitaba gritar. Pero no lo hizo. Porque al mirar hacia el jardín iluminado… los vio. Damián y Amara. Abrazados. Él le acariciaba el cabello. Ella se reía, inclinando la cabeza hacia su pecho. La escena parecía sacada de una película romántica. Una pesadilla perfecta. Isadora dio un paso atrás. Y otro más. Y otro. Hasta que sintió el vacío. Tropezó con el borde de un escalón y cayó de rodillas. Nadie la ayudó. Nadie la vio. O eso pensaba. Una figura se acercó. Un hombre delgado, de traje gris, con una copa en la mano. —¿Está bien? Ella alzó la vista, desconcertada. No lo conocía. —¿Quién es usted? —Un invitado… curioso. La ayudó a incorporarse con gentileza. Luego, se inclinó hacia ella. —Tienen muy buena puntería. Apuntaron directo a su alma esta noche. Pero usted… aún sigue de pie. Y eso los aterra. Isadora lo miró, confundida. —¿Por qué dice eso? —Porque las mujeres que aguantan este tipo de dolor… suelen transformarse en algo mucho más peligroso de lo que nadie imagina. Le entregó una tarjeta y desapareció entre la multitud. La tarjeta decía: “Elías Ferrer – Consultor privado” En la parte trasera, un número y una sola palabra: “Cuando decidas dejar de callar.” Isadora apretó la tarjeta entre sus dedos. Y por primera vez en mucho tiempo… sintió que algo, algo muy pequeño, se estaba encendiendo dentro de ella. No era esperanza. Era rabia. Era fuego. Y estaba cansada de apagarlo.