La ceremonia se había disuelto en una alegría mansa que lo impregnaba todo. El anfiteatro de piedra se transformó, casi sin que nadie lo advirtiera, en un salón al aire libre: mesas largas con manteles crudos, lámparas suspendidas en frascos de cristal, caminos de pétalos que nacían del altar y se derramaban hacia los jardines. El olor a pan recién hecho y a hierbas del invernadero se mezclaba con el perfume de los lirios que coronaban cada centro de mesa.
Músicos del pueblo tomaron lugar en un tablado de madera clara. Violines, guitarras y un acordeón marcaban un compás que era mitad himno, mitad canción de cuna. La gente reía, brindaba, se abrazaba. Los diplomáticos habían dejado a un lado el gesto rígido y conversaban con artesanos, maestres de cocina y viejas del mercado; era la familia de Liria del Norte ensanchándose como una mesa bien puesta.
Isadora caminaba tomada del brazo de Gabriel, recibiendo felicitaciones, bendiciones, promesas de ayuda. Sus ojos iban de un rostro a o