El silencio de la habitación se rompía solo por el pitido constante de la máquina que registraba los signos vitales de Emma. Alejandro, sentado a su lado, mantenía la mano de ella entre las suyas, como si necesitara recordarse que estaba viva. Mateo, con el teléfono aún en la mano y en altavoz, intercambiaba miradas con ellos, tenso, alerta.
La voz al otro lado de la línea volvió a resonar, grave, áspera, venenosa.
—Alejandro… —dijo Don Martín, arrastrando cada sílaba—. Me alegra saber que escuchas. No sabes cuánto tiempo llevo esperando esta conversación.
Alejandro se puso de pie de golpe, con el ceño fruncido y el cuerpo rígido como un resorte a punto de estallar.
—¿Qué quieres? —su tono fue cortante, seco, cargado de odio.
Del otro lado, Don Martín soltó una risa breve y desagradable.
—Quiero ayudarte.
Emma se estremeció, apretando los dedos de Alejandro con fuerza. Su cuerpo reaccionaba con rechazo inmediato a esa voz, a esa presencia. Los recuerdos de su infancia, de las manos cr