La madrugada aún no llegaba. El hospital permanecía en un silencio artificial, roto solo por los pasos de enfermeras que recorrían los pasillos y el murmullo lejano de un televisor encendido en la sala de guardia.
En una de las habitaciones más apartadas, Emma descansaba recostada en la cama, con la piel aún pálida por el disparo y los días de tensión acumulada. Alejandro estaba sentado a su lado, con la mirada fija en ella, como si temiera que al apartar los ojos algo pudiera arrebatársela de nuevo.
Ella notó su intensidad, apretó suavemente su mano y rompió el silencio.
—Alejandro… —su voz era débil, pero firme—. No quiero volver al orfanato.
Él parpadeó, sorprendido por la crudeza de la confesión.
—Nadie te llevará allí —respondió al instante, como si la sola idea le resultara ofensiva.
Emma apartó la mirada, clavándola en el suelo.
—Ese lugar… es como un pozo negro que me traga cada vez que lo pienso. Don Martín… lo que hizo conmigo, con tantos niños… —se interrumpió, respirando h