La habitación del hospital estaba en penumbras, apenas iluminada por la tenue luz que se filtraba a través de la persiana. Emma, recostada con almohadas adicionales que Alejandro había pedido insistentemente a las enfermeras, jugaba con los dedos entrelazados de él. Su rostro, aunque aún pálido, mostraba un aire de tranquilidad que en nada se parecía al terror vivido días atrás.
Alejandro la observaba con detenimiento, en silencio, como si la mera existencia de ella le resultara un milagro. Y en medio de ese silencio, Emma se atrevió a preguntar lo que había evitado por tanto tiempo:
—Alejandro… ¿puedes contarme más sobre Lucía?
Él parpadeó, sorprendido. Había evitado ese tema con todos, incluso con Clara y Mateo. Pero con Emma, la necesidad de abrir su corazón era más fuerte que el dolor.
Respiró profundo, dejó la taza de café en la mesita y volvió la mirada hacia ella.
—Lucía… —repitió el nombre con un dejo de ternura—. Mi hermana era… imposible de describir en pocas palabras.
Emma