Los nahuales nacen con la marca de un espíritu animal que los guía, protege o consume. Hace milenios dejaron las sombras y ahora ocupan lugares privilegiados en la sociedad. Maximiliano Lavalle, heredero del Clan Jaguar, es un político ambicioso. Verónica Anchorena, hija del líder del Clan Águila, es mitad humana, libre y combativa. Él, presionado por el poder, la secuestra para ganar las elecciones. Pero el encierro da paso a algo inesperado. Dos mundos enfrentados, dos almas marcadas, un vínculo imposible. El amor nace donde no debería y amenaza con romper todas las reglas. Pero amar, para ellos, será una guerra.
Leer másMaximiliano Lavalle cruzó las puertas de cristal de la zona VIP del aeropuerto, agotado. Otra ciudad, otro discurso, otra noche en algún hotel incómodo. Detrás de él, su séquito de asesores iba a mil por hora recogiendo las maletas, terminando trámites y haciendo todo lo que siempre hacían.
El resto de los pasajeros lo miraban, y no es que fuera un político común. No. Maximiliano no era cualquiera, ni mucho menos un humano cualquiera: él era el hijo del Líder del Clan Nahual Jaguar. Un Nahual.
Durante siglos, los nahuales habían permanecido al margen, observando al mundo desde las sombras. Pero con el tiempo, se dieron cuenta de que eran algo mucho más que humanos. Tenían poderes sobrenaturales, podían transformarse en animales, y estaban conectados de una manera profunda con la tierra.
Ahora, formaban una sociedad jerárquica y elitista, dividida en clanes. Pero no cualquier clan. Eran clanes especiales, refinados a lo largo de generaciones.
Había cuatro grandes clanes, todos ancestrales, con estructuras feudal y patriarcal. El Clan Jaguar era el más poderoso, el más conservador, el más reservado. Con una tradición militar y política que los mantenía al mando de muchas regiones. Eran grandes empresarios, líderes influyentes, figuras destacadas de la sociedad.
Maximiliano estaba destinado a ser el próximo líder.
Había crecido inmerso en la política y había servido años en el ejército. Era alto, de cabello negro y ojos ámbar, elegante, imponente, y no necesitaba hablar para hacerse entender. Una sola mirada bastaba para dar órdenes. El digno hijo de su clan.
—Señor, todo está listo. El coche lo espera afuera —informó uno de sus asesores.
Maximiliano dio unos pasos, pero se detuvo al ver a Jerónimo Anchorena, su rival político, cruzando el pasillo. Y a su lado, una mujer. Demasiado hermosa.
Ella llevaba un vestido sencillo, el cabello suelto sobre los hombros y sonreía de oreja a oreja. Esa sonrisa impactó directamente a Maximiliano, como un hechizo. Parecía libre, cálida, una presencia tan diferente a las mujeres sofisticadas y rígidas de las que siempre estaba rodeado.
¿Sería la amante del viejo? No tenía sentido. Jerónimo Anchorena jamás arruinaría su imagen de esa forma. Después de todo, él era el líder del Clan Águila.
Un clan diplomático, dedicado a las ideas progresistas y a los movimientos sociales. Eran embajadores, miembros de la ONU, senadores… actuando como mediadores entre los nahuales y los humanos comunes, buscando siempre acuerdos.
No cuadraba. ¿Una asesora, tal vez? ¿Una secretaria? No, tampoco. La forma en que Anchorena la miraba, devolviéndole la sonrisa entre palabras, no era la de una relación profesional.
—Señor... señor...
Fue instantáneo. El interior de Maximiliano comenzó a moverse. Parecía que debajo de su piel había miles de pequeños fragmentos de metal incrustados y esa mujer era un poderoso imán.
—Dentro de una hora tiene una entrevista —insistió el asesor.
—¿Qué?
—La entrevista...
Lo observó por un segundo y fue suficiente para que el hombre agachara la cabeza. Cuando volvió a levantar la vista, ella ya no estaba.
Afuera lo esperaba una limusina escoltada por miembros del Clan Lobo, se los podía reconocer a la legua. Eran una especie de fuerza militar de élite. Se encargaban de la seguridad nacional, de inteligencia y de operaciones encubiertas. Estaban fuertemente ligados a los nahuales Jaguar y eran sus más fieles seguidores.
—La mujer que iba con Anchorena, ¿quién es? Dudo mucho que sea su amante —preguntó Maximiliano mientras la limusina salía del aeropuerto.
—Es su hija: Verónica Anchorena —respondió el jefe de la escolta que iba sentado delante.
—¿Su hija?
—Sí, señor. Su única hija. La madre es una humana común.
—Ya veo...
No era extraño. De vez en cuando, algún Nahual tomaba como esposa a una humana ordinaria, lo que debilitaba su jerarquía y lo ponía en tela de juicio. Algo que no le había pasado a Jerónimo, todos sabían que ese matrimonio solo tuvo como fin estrechar su conexión con el resto de los humanos.
Los "Comunes", como eran llamados, convivían con los nahuales casi como pares, pero no tenían acceso, bajo ninguna circunstancia, a su poder y, mucho menos, a los secretos de los clanes.
—¿Cómo es que no sabía de su existencia?
—El jefe de inteligencia no creyó que fuera información relevante, señor. La hija de Anchorena ha pasado casi toda su vida en el cónclave del clan Águila. Regresó hace unas semanas.
"La hija de Anchorena", repitió Maximiliano en su cabeza.
Totalmente inaccesible, fuera de alcance... absurdo.
Giró la cara hacia la ventanilla, pero no estaba viendo la calle ni las personas. Solo esa sonrisa. La de Verónica. Tenía algo que lo descolocaba. Algo que no se parecía a nada de lo que él estaba habituado.
—Quiero un informe detallado de ella para mañana.
—¿De Verónica Anchorena? —preguntó el jefe de escolta.
—Sí. Dónde vive, con quién se junta, quién la acompaña, todo.
—Entendido señor.
Llegó al hotel y se encerró en la suite presidencial. No podía sacársela de la cabeza. Era una estupidez: él, el Jaguar más fuerte después de su padre, sintiendo cómo el estómago se le retorcía pensando en una mujer. En una Anchorena, en una mestiza.
"Ridículo", dijo en voz alta.
Comenzó a prepararse para la entrevista. Se dio una ducha, se cambió el traje, revisó documentos y ella seguía ahí. Lo distraía, lo desviaba de sus pensamientos.
Su asesor de confianza golpeó la puerta y le avisó que estaban los periodistas esperándolo en el salón del hotel. Pero antes de que pudiera salir, el teléfono vibró sobre la mesa: su padre.
Verónica Anchorena, mitad Águila, hija de su rival estaba por convertirse en su peor pesadilla. O no...
El otro Líder de Clan que sabía lo mismo era el Jaguar Lavalle.Hipólito podía utilizar su influencia, el respeto que inspiraba en otros Lobos, pero no pudo despistar del todo a los hombres de Eduardo.Algo lo carcomía por dentro, no solo la vergüenza, la derrota electoral que se avecinaba…—¿Cuándo crees que se buen momento para fijar la fecha de la boda? —preguntó su esposa.—No lo sé…—Mercedes no pareceestar muy contenta con tu hijo, Eduardo.—Ya veo…—Debe seguir con sus aventuras con esas mujerzuelas.No, no era una mujerzuela, hubiera sido demasiado fácil. Era muchísimo peor. Sintió como el estomago se le hacía un bollo.—¿Me estas escuchando?—Si. Decídelo tú con Mercedes y su familia.—Esto es importante.—¿Crees que no lo sé?A esa hora la joven Anchorena ya debería estar en la casa de Hampton, viéndose con él. No se sorprendió cuando le dijeron como Hipólito logró sacarla de su casa y despegarse del guardaespaldas. Solo se preguntaba, ¿cómo era posible que el Lobo se prest
A la madre de Verónica se le aflojaron las piernas. ¿Otra vez? ¿Para que tanta seguridad? ¡Para nada!—¿Cómo que desapareció otra vez, Jerónimo?—Si, no está. Fueron a un taller… ¿Qué taller? ¿A qué?—¿Cómo voy a saberlo? —gritó —¡El auto de nuestra hija está en el garaje hace no sé cuánto!Algo estaba al revés, Jerónimo se dio cuenta.—Cálmate. Ya envíe gente para que la busque, llamaron a la policía.—¡Esos inútiles no pudieron encontrarla la última vez!El Clan entero volvió a alborotarse. La casa volvió a convertirse en un hormiguero de gente. Pero Anchorena estaba demasiado calmado, como si pudiera oler que algo no encajaba.Mientras todos estaban desesperados y tratando de contener a la madre de Verónica, él subió de nuevo a su cuarto. ¿Qué era lo que estaba mal? Observó las fotografías, los libros en la mesa de noche, el vestido de la gala, arruinado, colgando de una percha.Durante esa fiesta desapareció también por unos momentos. Volvió disfrazada de vagabunda, con una sonris
Ramírez estacionó frente al taller y bajó primero, mirando alrededor. El lugar parecía normal: autos desarmados, herramientas, olor a aceite y metal. Un hombre mayor salió limpiándose las manos con un trapo.—¿Señorita Anchorena?—Sí.—Pase por aquí, los papeles están en la oficina.Ramírez la siguió, la mano cerca de la pistola bajo la chaqueta. La oficina era pequeña, con un escritorio lleno de facturas y un calendario viejo colgado en la pared.—Siéntese, por favor. Los papeles están en el archivo, ya vuelvo.El hombre salió y cerró la puerta. Verónica se sentó en la silla de plástico, nerviosa. Ramírez se quedó parado junto a la puerta, vigilando.Pasaron cinco minutos. Diez.—¿Dónde está? —murmuró Ramírez, yendo hacia la puerta.La abrió y miró hacia el taller. Vacío. No había nadie.—Señorita, tenemos que irnos. Ahora.Pero cuando se dio vuelta, Verónica ya no estaba en la silla. La ventana de la oficina estaba abierta y ella había desaparecido.—¡Mierda! —gritó, sacando la radi
El papel se arrugó en su puño mientras fingía arreglarse el abrigo. Martín seguía ahí, a su lado, esperando que los autos llegaran. No dejaba de mirarla.—¿Estás bien? Te noto rara.—Estoy bien.No estaba bien. Tenía el corazón acelerado y las mejillas calientes. Cada vez que respiraba, todavía podía sentir el olor de Maximiliano en su ropa, en su piel.Mercedes no se separaba de él. Le hablaba al oído, le tocaba el brazo, se reía con esa risa falsa que usaba cuando había gente mirando. Maximiliano asentía, respondía lo mínimo necesario, pero Verónica notó que tenía las manos en los bolsillos, tensas.—El auto ya llegó —dijo Martín, tomándola del brazo.Antes de subir, se dio vuelta. Maximiliano la estaba mirando. Solo por un segundo, pero fue suficiente. Esa mirada le dijo todo lo que no podían decirse con palabras.El viaje hasta su casa fue eterno. Martín hablaba de la cena, de la gente que había conocido, de lo elegante que se veía. Ella asentía sin escuchar, con la cabeza apoyada
Las damas entraban y salían y Martín seguía ahí parado, esperando. Más de una se lo quedó mirando como si fuera un pervertido. Quiso preguntarles si Verónica estaba adentro, pero no se animó. Hasta que una señora mayor entró y él estiró el cuello para echar un vistazo.El gesto de la mujer lo apenó lo suficiente para que decidiera volver.Entre la vajilla y los manteles, Verónica y Maximiliano se quedaron quietos y en silencio. Pero él no detenía sus manos ni su boca.—¿Ya se fue? —preguntó ella en un suspiró que él le arrancó.—No lo sé, no se escucha. ¿A quién le importa? —todavía tenía la cara hundida en
Él respondió hundiendo sus caderas contra la suya, haciendo que la pared se le clavara en la espalda.—¿Esto te parece cobardía? —gruñó, empujando con cada palabra.Ella gemía a toda esa potencia.—Ni tú lo crees, mira cómo te pones… Te he soñado así tantas veces…Verónica lloraba con más fuerza. Tenía miedo, tenía calor, tenía ganas de aferrarse a él para siempre.—Si me mientes, no dejes que nunca me entere —le rogó.—Dime que sientes lo mismo —ped&iacu
Último capítulo