La jaula de cristal

Los cinco tipos no se le despegaron a Verónica en todo el día. Tenían órdenes claras de Maximiliano: no podían tocarla. Y ninguno se atrevía a llevarle la contra.

Ella estuvo toda la mañana y toda la tarde con Jerónimo, yendo con él a entrevistas, saludando gente, sonriendo para las fotos. Nadie se dio cuenta de que, a lo lejos, dos autos negros los seguían de cerca, sin perderles pisada.

Mientras eso pasaba, Maximiliano se mostraba frente a las cámaras todo lo que podía. No quería dejar ni una sola pista que lo relacionara con lo que estaba por venir. Ya había dado todas las instrucciones: cuando todo estallara, tenía que parecer cosa de una banda fantasma. Algo armado. Inventado.

La fiesta era LA fiesta. El bar estaba irreconocible, parecía una discoteca. Verónica se sentía viva de nuevo. Extrañaba eso: salir, reírse con sus amigas, bailar como si no tuviera ninguna preocupación. Tomaba, se reía a carcajadas, no quería pensar en nada.

Ese mismo día había hablado con su papá. Le dijo que ya no podía seguir pateándolo: después de las elecciones, tenía que elegir esposo y empezar una vida nueva. Sintió el estómago en los pies, aunque en el fondo ya lo veía venir.

Un desconocido, otro Águila, alguien que aceptara su linaje a medias. Seguramente un tipo sin demasiada importancia. Pero lo que más le molestaba no era eso, sino tener que aprender a querer a alguien que le impusieran.

Era lo único que le envidiaba a su mamá: ella sí se había casado enamorada. Aunque después su vida quedó reducida a estar en la casa, ser el respaldo político de su marido, sonreír, aunque por dentro se estuviera rompiendo. No tenía ni voz ni voto. Ni siquiera pudo opinar cuando la mandaron lejos de su familia, porque los que decidían todo eran un grupo de viejos que ni siquiera daban la cara.

Tanto secreto para sacar a una nena de su casa, como si ser mitad Común fuera una desgracia. No lo sufrió como Maximiliano, pero siempre estuvo encerrada en ese complejo, vigilada. Solo le daban permiso para volver una vez al año, una semana, y ella exprimía esos días al máximo.

Ese año, todo fue distinto. Jerónimo se postulaba para el Senado y pidió una excepción al Consejo. Verónica lo amaba, y sabía que él también la adoraba, pero tenía claro que su libertad dependía de cómo salieran las elecciones. No era ninguna ingenua.

En medio de la pista, un hombre se acercó para bailar con ella.

—¿Cómo te llamas? —gritó para que pudiera oírlo.

—¡Verónica!

—¡Mucho gusto!

—¡Igualmente!

—¡No te había visto antes!

—¡Vine con unos amigos por un cumpleaños!

La música seguía, el ritmo estaba buenísimo. Bailaron un rato más, hasta que una de sus amigas la tomó del brazo.

—¡Rocío se siente mal!

—¿Qué le pasó?

—¡Tomó como si no hubiera mañana!

Verónica negó con la cabeza. Iba a tener que llevarla a casa; la fiesta se había terminado para ella.

—¡Tengo que irme! —le dijo al tipo, haciendo señas con la mano.

Pero antes de que pudiera darse la vuelta, el extraño la sujetó por la muñeca.

—¡Ten cuidado! ¡Vas a cambiar las cosas y te vas a meter en problemas!

¿Eh? Se quedó confundida. Él dio media vuelta y se perdió entre la gente.

—¡Vamos, Verónica! ¡Rocío no aguanta más!

La encontraron en los palcos VIP, tirada en un sillón y luchando por no vomitar.

—¡Eres un desastre! —le dijo Verónica al verla.

—¿Con quién estabas bailando? —Jhonny la había estado observando

desde arriba.

—¿Eh? No sé, solo se acercó. Bailaba bien.

—Cobra.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Lo notas. ¿Qué te dijo?

—Casi nada... Pero algo como que tuviera cuidado, no le entendí.

Rocío se incorporó un poco... y dejó en el piso todo lo que había tomado.

—Tengo que llevármela.

Salieron del bar. Verónica arrastraba a su amiga mientras la regañaba por haber tomado tanto, recordándole que no toleraba el alcohol.

Todo pasó en un parpadeo. Estaban por llegar al auto cuando una van blanca, sin placas ni logos, frenó de golpe detrás de ellas. No hubo espacio para pensar. Tres hombres encapuchados se bajaron, empujaron a Rocío al piso, le cubrieron la cabeza a Verónica con una bolsa negra y la metieron en el vehículo.

Rocío apenas logró ponerse de pie y empezó a gritar.

Verónica, aunque no veía nada, no se quedó quieta. Pataleó con fuerza, escuchó los quejidos, supo que había acertado. Se sacó la bolsa y alcanzó a ver a los tres tipos venir directo hacia ella. Mordió una mano, soltó un codazo. No pensaba rendirse.

El tercero ya se había preparado para devolverle el golpe, pero el que manejaba gritó desde el asiento:

—¡No la toques!

Verónica seguía forcejeando como podía, hasta que uno de ellos le clavó una inyección. Cayó inconsciente al instante.

—¡Está loca! —protestó el que tenía la mano marcada por la mordida.

—Es una simple mestiza, idiota. Como el jefe se entere de que les dio una paliza, los manda a cuidar vacas.

Horas más tarde, Maximiliano cenaba solo en un restaurante cuando le llegó el mensaje:

—Ya guardamos el Porsche.

Listo. Si le quedaba alguna duda, ya no había forma de echarse atrás.

El Porsche estaba en la casa de playa.

Verónica abrió los ojos en una habitación que no reconocía. Se levantó de golpe, desesperada. ¿Qué había pasado?

Corrió a revisar las ventanas: todas tenían rejas. Probó la puerta. Cerrada. Golpeó con fuerza, con las manos, con los puños, y empezó a gritar:

—¡Abran! ¡Déjenme salir, malditos! ¡Abran!

No pudo pegar un ojo en toda la noche. Se quedó acurrucada en una esquina, sin quitarle la vista a la puerta ni por un segundo. No tenía idea de dónde estaba, quién la había secuestrado ni qué pensaban hacer con ella.

Pero si alguien creía que podían tenerla ahí, quieta, asustada, sin hacer nada... estaban muy, pero muy equivocados.

Verónica no era ninguna presa fácil.

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