La herida bajo el traje

—¿Cómo va todo, hijo?

—Bien. Estoy por bajar a una entrevista.

—Bien... bien...

—¿Pasa algo?

—No... Solo quería recordarte lo que significan estas elecciones para tu futuro. Las encuestas no te favorecen.

—Ya lo sé. Por eso estoy haciendo esta gira interminable...

—Maximiliano, no quiero repetírtelo, pero hablé con el consejo de ancianos. Estamos perdiendo más y más territorio, y eso no se ve nada bien.

—Lo sé.

—No estoy seguro de que lo entiendas del todo.

—¿Qué quieres decir?

—Que no podemos darnos el lujo de perder poder. Ni influencia. Ya nos está afectando, y ahora todo depende de ti. Tienes que ganarle a Anchorena como sea.

—Eso suena más a amenaza que a consejo.

—Puedes tomarlo así.

A Maximiliano se le heló la sangre. ¿Su propio padre le estaba poniendo una navaja en el cuello?

—Dilo claro, papá.

Jaguar Lavalle suspiró y bajó la voz. Le vibraba a su hijo en el oído.

—Tu futuro depende de cómo resulten estas elecciones. Si las pierdes, no vas a perder solo una banca en el Senado. Vas a perder tus derechos.

—¿Qué?

—Es lo que decidió el Consejo. Eres el próximo líder, debes demostrarlo. Que un tipo débil como Anchorena te derrote solo reforzaría la idea de que no estás a la altura.

—¿Me están amenazando con el linaje? ¿Van a quitarme todo por lo que trabajé desde siempre solo por una elección?

—Los ancianos lo dictaron así.

—¿Y no se te ocurrió, no sé, defender a tu hijo?

—Nuestro Clan y el linaje van primero, Maximiliano. Lo sabes desde que naciste.

Y ahí lo tuvo claro. Para su familia no era más que un apellido con historia, un cargo y una cuota de honor. Si perdía, no solo se iba todo a la basura... él dejaba de importar.

—Entiendo. Toda mi vida haciendo las cosas bien, siendo perfecto, cargando con el peso del Clan... y al final no sirvió de nada.

—No dramatices algo tan sencillo.

¿Sencillo? Años de estudios en el exterior, entrenamiento militar bajo la lluvia, metido en el lodo, con frío y hambre. Siempre perfecto en público, sin una sola falla, sin una arruga, sin un error. Los modales, aprendidos a fuerza de gritos y castigos. ¿Y todo eso no contaba? ¿No valía nada? Al final, todo se reducía a una banca en el Senado.

Tuvo que hacer un esfuerzo enorme para bajar a esa entrevista como si nada. Como si no acabara de escuchar a su propio padre dándole un ultimátum. Como si no le acabaran de decir que, si perdía, también perdía su lugar en la familia.

Estaba furioso. No podía creerlo. Lo había traicionado su propia sangre. ¿A quién se lo iban a dar, entonces? ¿A Francisco, el desastre ambulante que se la pasaba metido en fiestas, mujeres y drogas? ¿A Lorenzo, que ni siquiera sabía atarse los cordones solo? No era solo una traición, era una cachetada en la cara. Pero bueno, tampoco era nuevo. Siempre fue así: nada era suficiente, nunca alcanzaba, siempre tenía que romperse el alma un poco más. Esa era su vida.

Terminó la entrevista a la mitad, ni siquiera se molestó en disimular. Bajó directo al bar del hotel y pidió que lo llevaran al rincón más oscuro que tuvieran. Le trajeron un whisky, sin hielo, como le gustaba. No quería que nada le rebajara la amargura que tenía encima.

Desde su mesa apenas se escuchaba el murmullo de la gente, risas suaves, conversaciones sin importancia. Le daban dolor de cabeza. Quería que todos se callaran. Quería gritar. Mandar todo al demonio.

Y entonces la escuchó.

Una carcajada.

Pero no cualquier risa. Era de esas que te rompen el ruido de alrededor, que te obligan a mirar. Sonaba real. Libre. Feliz. Como si a esa persona no le pesara nada.

Giró la cabeza, molesto. Y ahí estaba.

Ella.

Sentada con tres más, riéndose como si no existiera nada más que ese momento. Con una copa en la mano, los ojos medio cerrados de tanta risa. El cabello algo desordenado, como si recién viniera del viento. Sin maquillaje exagerado, sin ropa llamativa. Y aun así... no podía dejar de mirarla.

El corazón le dio un golpe seco en el pecho.

Era ella. Otra vez.

Y justo ahora.

Verónica parecía completamente desconectada de todo lo que pasaba a su alrededor. Era tan directa, tan abierta… difícil de creer que alguien así hubiera pasado tanto tiempo metida en el cónclave. ¿Eran todas así en su Clan? Tan despreocupadas, tan honestas, sin miedo al qué dirán. Sintió un pinchazo de envidia.

Ahora tenía el pelo atado con un moño medio desordenado. Y aun así, se veía increíble. ¿Cómo podía ser tan hermosa?

El Jaguar dentro de él gruñó, molesto. Como si necesitara que le recordaran quién era y qué hacía ahí.

—Es alguien fuera de este mundo —dijo de pronto un tipo parado justo al lado.

Con solo mirarlo, se notaba de qué Clan venía: Cobra. La ropa, la postura, todo en él lo gritaba.

Maximiliano no dijo nada. Solo le clavó una de sus miradas, de esas que solían bastar para espantar a cualquiera. Pero este no se movió ni un poco.

El Clan Cobra siempre había sido un misterio. Había rumores de que todavía practicaban magia en rituales antiguos. Afuera se mostraban como artistas, músicos, escritores… eran intensos, sensibles, y decían las cosas de frente.

—No me mires así, Jaguar. No estoy mintiendo.

—A nadie le importa lo que pienses.

—Sí, me lo dicen bastante seguido.

Maximiliano levantó la cabeza apenas y uno de sus escoltas, un grandote de casi dos metros, se puso de pie y empezó a caminar hacia ellos.

—No hace falta ser descortés, Lavalle. Lo digo en serio. Está por encima de lo que cualquiera esperaría... la mestiza. Puede sorprenderte.

El hombre se alejó antes de que el guardaespaldas llegara. ¿Qué carajos? Amenazas crípticas, mística barata, la mujer metiéndosele en la cabeza... ya no daba más.

Pero lo que había dicho el Cobra no se le iba. Encajaba demasiado con lo que él venía sintiendo. Y fue así como terminó pasando toda la noche buscando a Verónica en redes sociales, mirando una y otra vez sus fotografías. Esos ojos tan claros, color cielo... lo dejaban clavado.

Su instinto estaba enloquecido: por un lado, supervivencia. Por el otro, esa mujer. No había forma de juntar esas dos cosas sin destruirse.

Y de repente, una imagen lo sacudió: ella, descalza, caminando por la arena. Esa playa la conocía bien: Hampton. Tenía una casa de verano cerca de allí.

Todo empezó a encajar. Impedir que Anchorena ganara. Asegurar su lugar como líder. Y Verónica.

Era una locura, sí. También peligroso. Y completamente ilegal. Pero podía solucionarlo todo con una sola jugada.

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