No voy a romperme

Una de las ventanas de la habitación daba a un parque. Desde ahí, lo único que se veía eran hombres vestidos de negro, todos con trajes formales y sobrios, y armados. Claramente eran del Clan Lobo. No había dudas.

De golpe, escuchó que alguien estaba abriendo la puerta. Se lanzó sin pensar. Corrió con todo lo que tenía, pero terminó estrellándose contra una bandeja… y un tipo enorme. La taza, la comida, todo voló por el aire. Un desastre.

Apenas logró ponerse de pie, ya la estaban arrastrando de nuevo para adentro.

Las tres veces que le trajeron el desayuno, hizo lo mismo. A la cuarta, ya la esperaban dos guardias que la sujetaron antes de que pudiera romper otra taza. Esta vez, entró otro hombre también, algo mayor a los demás.

—Señorita, todo lo que intente hacer es inútil. Por favor, colabore. Nadie va a lastimarla.

—¿Colaborar? ¡Váyase al diablo! ¿Quiénes son ustedes y qué hago aquí?

—Lo siento, pero no puedo darle esa información.

—No voy a parar ni un solo día. ¡Así que si piensan matarme, háganlo de una vez!

El jefe de seguridad se la quedó mirando unos segundos. Definitivamente, no era como los otros Águila con los que había tratado antes. Nada de diplomacia, cero cálculo, ni siquiera intentaba buscar la mejor salida. Iba directo, a puro impulso. Seguro ese era su lado Común.

—Nadie va a hacerle nada. Pero mis hombres ya están empezando a cansarse de su… rebeldía. Por su bien, quédese tranquila. Terminemos esto en paz. No quiero tener que dormirla el resto del tiempo que esté aquí.

—¡Quiero ver que lo intente!

—Tiene suerte, aprovéchela.

—¿Suerte? ¡No sea ridículo!

—Por lo general, nuestros huéspedes se hospedan en un sótano o una celda. Usted dispone de toda la casa, comodidades y un seguro contra daños. No tiente al diablo.

Verónica no podía creer lo que escuchaba. Estaba secuestrada, rodeada de extraños y ¿tenía suerte?

Esa vez si pudieron dejarle la bandeja sobre una mesa. Ella la miró desconfiada, podía tener cualquier cosa, pero su estomago rugió. Así que se sentó, olió la comida, el café y decidió que su hambre era más fuerte.

Tomó un pan y comenzó a comer con ganas.

Maximiliano la observaba desde un monitor en su oficina y sonrió. Comía con las manos directamente, manchándose la cara y ni siquiera se molestaba en limpiársela para beber el café. Un animalito salvaje, casi tierna.

—Ya se enteraron de que desapareció —le avisó su asesor asomándose por la puerta.

—Está bien, manden la nota a Anchorena esta misma tarde.

Ni siquiera levantó los ojos para responder. Lo que veía en su pantalla era más interesante.

A las 4:30 de la tarde otro coche imposible de identificar, arrojó un paquete por encima de las rejas de entrada de la casa de Jerónimo.

Su esposa lloraba en un ataque de nervios, mientras él le gritaba al jefe de policía. Su hija, su niña, no estaba, se la habían llevado y si tenían que poner el mundo de cabeza para encontrarla debían hacerlo ya.

Un miembro del clan entró con el paquete en las manos. Los perros lo habían olido y lo pasaron por un detector de metales. Estaba dirigido a Jerónimo.

—¿De donde salió? —preguntó el policía.

—Lo tiraron sobre el portón de entrada.

Si era una bomba, no le importó a Anchorena. Lo despedazó con desesperación. Pero solo encontró una nota:

“Estamos cuidando de Verónica. Lo haremos bien, no se preocupe. Todo lo que queremos de usted es que renuncie a la campaña electoral. Solo eso. Es un precio bajo a pagar por su pequeña.”

Le temblaban las manos a Jerónimo.

“Somos una organización que vela por el bienestar del pueblo y usted es una amenaza, sus políticas son una amenaza. Retírese y Verónica volverá entera a su casa.”

—¿Qué dice? —preguntó su esposa.

—Quieren que me baje de la campaña… ¡Luis! ¡Luis! —gritó desaforado.

—¿Qué hace, Anchorena? —El jefe de policía le quitó el papel de las manos.

Luis, su mano derecha entró corriendo.

—¡Manda un comunicado de prensa! ¡Me retiro de la campaña!

—¿Qué dice, señor?

—¡Hazlo!

—¡Espere! Puede ser una mentira, nada le garantiza que si hace eso la dejarán libre.

—¿Usted la encontrará? ¿Me traerá a mi hija?

—No tiene que apresurarse. No le están dando un límite de tiempo. Permítanos investigar un poco, deje que la policía se encargue.

—¡Me retiraré! ¡Me iré del país si es necesario!

—Líder, está arriesgando más que la vida de su hija. Todo esto no puede ser más que una manera de asustarlo. Ni siquiera sabemos si continúa con vida.

La madre de Verónica casi se desmaya al oír eso, su esposo tuvo que apresurarse a sostenerla antes de que cayera al piso.

—¡Mi bebé! ¡Mi bebé, Jerónimo! ¡Trae a mi bebé!

Jerónimo, al igual que Maximiliano y todos los nahuales, estaba sujeto a lo que el Consejo dijera. Y cuando le presentó los hechos, fue unánime: les daría tiempo a las fuerzas de la ley para investigar, esperaría hasta el último momento antes de ceder al chantaje.  

No tuvo más remedio que aceptar. Sin embargo, algo dentro de él se resquebrajó al escuchar esas palabras. Le arrebataron a su hija una vez y estaban haciéndolo de nuevo.  Tal vez, eso que él hacía que Verónica callara por miedo era verdad.

“Esos viejos ya perdieron su capacidad, papá. Nadie puede decidir sobre la vida de otros por respetar creencias antiguas. Vivimos en otra época, tenemos más libertades y ellos solo nos ponen una piedra en el cuello.”

Tantas veces la había regañado furioso.

Quizá, Verónica, tenía razón.

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