La Excusa Perfecta

El papel se arrugó en su puño mientras fingía arreglarse el abrigo. Martín seguía ahí, a su lado, esperando que los autos llegaran. No dejaba de mirarla.

—¿Estás bien? Te noto rara.

—Estoy bien.

No estaba bien. Tenía el corazón acelerado y las mejillas calientes. Cada vez que respiraba, todavía podía sentir el olor de Maximiliano en su ropa, en su piel.

Mercedes no se separaba de él. Le hablaba al oído, le tocaba el brazo, se reía con esa risa falsa que usaba cuando había gente mirando. Maximiliano asentía, respondía lo mínimo necesario, pero Verónica notó que tenía las manos en los bolsillos, tensas.

—El auto ya llegó —dijo Martín, tomándola del brazo.

Antes de subir, se dio vuelta. Maximiliano la estaba mirando. Solo por un segundo, pero fue suficiente. Esa mirada le dijo todo lo que no podían decirse con palabras.

El viaje hasta su casa fue eterno. Martín hablaba de la cena, de la gente que había conocido, de lo elegante que se veía. Ella asentía sin escuchar, con la cabeza apoyada
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