Hija del Ave, Hijo del poder: Dos clanes, el mismo destino
Hija del Ave, Hijo del poder: Dos clanes, el mismo destino
Por: Anaell Ianes
La Mestiza y el Jaguar

Maximiliano Lavalle cruzó las puertas de cristal de la zona VIP del aeropuerto, agotado. Otra ciudad, otro discurso, otra noche en algún hotel incómodo. Detrás de él, su séquito de asesores iba a mil por hora recogiendo las maletas, terminando trámites y haciendo todo lo que siempre hacían.

El resto de los pasajeros lo miraban, y no es que fuera un político común. No. Maximiliano no era cualquiera, ni mucho menos un humano cualquiera: él era el hijo del Líder del Clan Nahual Jaguar. Un Nahual.

Durante siglos, los nahuales habían permanecido al margen, observando al mundo desde las sombras. Pero con el tiempo, se dieron cuenta de que eran algo mucho más que humanos. Tenían poderes sobrenaturales, podían transformarse en animales, y estaban conectados de una manera profunda con la tierra.

Ahora, formaban una sociedad jerárquica y elitista, dividida en clanes. Pero no cualquier clan. Eran clanes especiales, refinados a lo largo de generaciones.

Había cuatro grandes clanes, todos ancestrales, con estructuras feudal y patriarcal. El Clan Jaguar era el más poderoso, el más conservador, el más reservado. Con una tradición militar y política que los mantenía al mando de muchas regiones. Eran grandes empresarios, líderes influyentes, figuras destacadas de la sociedad.

Maximiliano estaba destinado a ser el próximo líder.

Había crecido inmerso en la política y había servido años en el ejército. Era alto, de cabello negro y ojos ámbar, elegante, imponente, y no necesitaba hablar para hacerse entender. Una sola mirada bastaba para dar órdenes. El digno hijo de su clan.

—Señor, todo está listo. El coche lo espera afuera —informó uno de sus asesores.

Maximiliano dio unos pasos, pero se detuvo al ver a Jerónimo Anchorena, su rival político, cruzando el pasillo. Y a su lado, una mujer. Demasiado hermosa.

Ella llevaba un vestido sencillo, el cabello suelto sobre los hombros y sonreía de oreja a oreja. Esa sonrisa impactó directamente a Maximiliano, como un hechizo. Parecía libre, cálida, una presencia tan diferente a las mujeres sofisticadas y rígidas de las que siempre estaba rodeado.

¿Sería la amante del viejo? No tenía sentido. Jerónimo Anchorena jamás arruinaría su imagen de esa forma. Después de todo, él era el líder del Clan Águila.

Un clan diplomático, dedicado a las ideas progresistas y a los movimientos sociales. Eran embajadores, miembros de la ONU, senadores… actuando como mediadores entre los nahuales y los humanos comunes, buscando siempre acuerdos.

No cuadraba. ¿Una asesora, tal vez? ¿Una secretaria? No, tampoco. La forma en que Anchorena la miraba, devolviéndole la sonrisa entre palabras, no era la de una relación profesional.

—Señor... señor...

Fue instantáneo. El interior de Maximiliano comenzó a moverse. Parecía que debajo de su piel había miles de pequeños fragmentos de metal incrustados y esa mujer era un poderoso imán.

—Dentro de una hora tiene una entrevista —insistió el asesor.

—¿Qué?

—La entrevista...

Lo observó por un segundo y fue suficiente para que el hombre agachara la cabeza. Cuando volvió a levantar la vista, ella ya no estaba.

Afuera lo esperaba una limusina escoltada por miembros del Clan Lobo, se los podía reconocer a la legua. Eran una especie de fuerza militar de élite. Se encargaban de la seguridad nacional, de inteligencia y de operaciones encubiertas. Estaban fuertemente ligados a los nahuales Jaguar y eran sus más fieles seguidores.

—La mujer que iba con Anchorena, ¿quién es? Dudo mucho que sea su amante —preguntó Maximiliano mientras la limusina salía del aeropuerto.

—Es su hija: Verónica Anchorena —respondió el jefe de la escolta que iba sentado delante.

—¿Su hija?

—Sí, señor. Su única hija. La madre es una humana común.

—Ya veo...

No era extraño. De vez en cuando, algún Nahual tomaba como esposa a una humana ordinaria, lo que debilitaba su jerarquía y lo ponía en tela de juicio. Algo que no le había pasado a Jerónimo, todos sabían que ese matrimonio solo tuvo como fin estrechar su conexión con el resto de los humanos.

Los "Comunes", como eran llamados, convivían con los nahuales casi como pares, pero no tenían acceso, bajo ninguna circunstancia, a su poder y, mucho menos, a los secretos de los clanes.

—¿Cómo es que no sabía de su existencia?

—El jefe de inteligencia no creyó que fuera información relevante, señor. La hija de Anchorena ha pasado casi toda su vida en el cónclave del clan Águila. Regresó hace unas semanas.

"La hija de Anchorena", repitió Maximiliano en su cabeza.

Totalmente inaccesible, fuera de alcance... absurdo.

Giró la cara hacia la ventanilla, pero no estaba viendo la calle ni las personas. Solo esa sonrisa. La de Verónica. Tenía algo que lo descolocaba. Algo que no se parecía a nada de lo que él estaba habituado.

—Quiero un informe detallado de ella para mañana.

—¿De Verónica Anchorena? —preguntó el jefe de escolta.

—Sí. Dónde vive, con quién se junta, quién la acompaña, todo.

—Entendido señor.

Llegó al hotel y se encerró en la suite presidencial. No podía sacársela de la cabeza. Era una estupidez: él, el Jaguar más fuerte después de su padre, sintiendo cómo el estómago se le retorcía pensando en una mujer. En una Anchorena, en una mestiza.

"Ridículo", dijo en voz alta.

Comenzó a prepararse para la entrevista. Se dio una ducha, se cambió el traje, revisó documentos y ella seguía ahí. Lo distraía, lo desviaba de sus pensamientos.

Su asesor de confianza golpeó la puerta y le avisó que estaban los periodistas esperándolo en el salón del hotel. Pero antes de que pudiera salir, el teléfono vibró sobre la mesa: su padre.

Verónica Anchorena, mitad Águila, hija de su rival estaba por convertirse en su peor pesadilla. O no...

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