Confesiones al carcelero

Ella alzó el brazo y el halcón comenzó a volar. Con silbidos, lo direccionaba. Era majestuoso, y Maximiliano se sorprendió al verla. Sabía que a eso se dedicaba, pero otra cosa era mirarla hacerlo.

Con la cabeza hacia las nubes, con una sonrisa, con precisión y destreza. ¡Por supuesto que no podía dejar de pensar en ella! Era tan hermosa como el ave.

Un par de silbidos y el halcón le pasó a Lavalle a centímetros de la cabeza. Otra vez y volvió a rozarle el otro lado.

—¿Qué haces, Anchorena?

—No vayas a decirme que le tienes miedo a un pajarito, Jaguar.

De nuevo y otra vez, hasta que lo arrinconó contra un árbol. La cara de pánico que tenía la hizo reír con ganas, con tantas ganas que se le aguaron los ojos.

Los de seguridad trataban de espantarlo, pero el halcón era más veloz.

—¡Ya, Verónica! —gritó Maximiliano.

—¡Está bien! ¡Está bien!

Un silbido más largo y el animal volvió a posarse en su brazo. Ella no dejaba de reírse.

—¿Estás demente?

—¡Fue muy divertido! ¡Casi te infartas!

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