Ramírez estacionó frente al taller y bajó primero, mirando alrededor. El lugar parecía normal: autos desarmados, herramientas, olor a aceite y metal. Un hombre mayor salió limpiándose las manos con un trapo.
—¿Señorita Anchorena?
—Sí.
—Pase por aquí, los papeles están en la oficina.
Ramírez la siguió, la mano cerca de la pistola bajo la chaqueta. La oficina era pequeña, con un escritorio lleno de facturas y un calendario viejo colgado en la pared.
—Siéntese, por favor. Los papeles están en el archivo, ya vuelvo.
El hombre salió y cerró la puerta. Verónica se sentó en la silla de plástico, nerviosa. Ramírez se quedó parado junto a la puerta, vigilando.
Pasaron cinco minutos. Diez.
—¿Dónde está? —murmuró Ramírez, yendo hacia la puerta.
La abrió y miró hacia el taller. Vacío. No había nadie.
—Señorita, tenemos que irnos. Ahora.
Pero cuando se dio vuelta, Verónica ya no estaba en la silla. La ventana de la oficina estaba abierta y ella había desaparecido.
—¡Mierda! —gritó, sacando la radi