My Lady es una historia de magia, romance y coraje ambientada en un mundo encantado donde la literatura es tan poderosa como los echizos. Alcira Zuanich, una joven noble de piel clara y gusto refinado, viste siempre de tonos rosados qué realzan su delicadeza y elegancia. amantes de los libros y la moda, su vida gira en torno a bailes, letras y belleza... hasta que es secuestrada por fuerzas oscuras qué buscan controlar un antiguo secreto mágico que ella desconoce poseer. cuando todo parece perdido, un joven caballero llamado Diemides se embarca en una peligrosa misión para rescatarla. El no solo deberá enfrentarse a criaturas mágicas y trampas encantadas, sino también descubrir qué une realmente realmente con el de Alcira. En este universo donde la ficción cobra vida, los susurros de los libros antiguos guían a los valientes y la palabra "Mi lady" puede ser tanto como un saludo como una promesa.
Leer másLos rayos dorados del amanecer se colaban entre las cortinas de encaje, acariciando suavemente los rizos castaños de Alcira Zuanich. Sentada en su diván junto a la ventana, con un libro abierto entre las manos y una taza de té humeante a su lado, parecía una pintura viva. Llevaba un vestido de gasa rosa pálido, con delicados bordados en forma de flores. El rosa siempre le había gustado: no solo armonizaba con su piel clara y sus mejillas sonrosadas, sino que la hacía sentir ligera, etérea, como si caminara entre nubes.
—¿Mi lady desea algo más? —preguntó una doncella, inclinándose ligeramente. —Silencio —susurró Alcira sin alzar la vista—. La historia está a punto de dar un giro. La doncella sonrió y se retiró en silencio. Alcira siguió leyendo con avidez, los ojos brillándole con cada palabra. Era una novela antigua, Los suspiros de Beltrán, una historia de amores imposibles, duelos en la niebla y promesas rotas. Para Alcira, los libros eran más que tinta y papel: eran sus amigos, su consuelo, su pasión. En ellos encontraba el mundo que anhelaba: uno lleno de emociones verdaderas, peligros elegantes y finales inolvidables. Desde niña, la literatura había sido su refugio. Mientras otras damas hablaban de matrimonios ventajosos o del color de los nuevos sombreros, ella se perdía en bibliotecas, buscando ese fragmento de magia que solo las palabras podían ofrecerle. Su padre, el duque Zuanich, solía decir que nunca había conocido a alguien que viviera más en los libros que en el mundo real. Alcira simplemente sonreía, sabiendo que el mundo real rara vez era tan hermoso. Aquella mañana, sin embargo, no era como las demás. Un cuervo de plumas negras y ojos brillantes se posó en el alféizar. Tenía atado a la pata un pequeño pergamino. Alcira, extrañada, dejó su libro a un lado y se acercó. Con delicadeza, desató el mensaje y lo desenrolló. La caligrafía era extraña, antigua, pero lo suficientemente clara como para helarle la sangre: “Tu destino ya ha sido escrito, rosa de papel. Corre, si aún puedes.” Alcira miró hacia el horizonte, más allá de los jardines del palacio, más allá de las fuentes y las estatuas. Por primera vez en mucho tiempo, el aire olía a peligro… y a aventura. No sabía que ese día marcaría el final de su tranquila vida entre páginas… y el comienzo de una historia que nadie había osado escribir aún. Alcira leyó la nota una vez más, arqueando una ceja con elegancia. —Qué drama —murmuró con una sonrisa burlona, dejando el pergamino sobre la mesita de té—. Seguro que es obra de Kelly. Siempre tan aficionada a sus juegos teatrales. La joven noble se levantó con suavidad, caminando por la habitación mientras se ajustaba los pliegues de su vestido rosa viejo. A través del espejo ovalado se contempló: su cabello perfectamente peinado, los labios teñidos de un rosa apenas perceptible, la expresión serena de quien cree tener el mundo bajo control. No tardó en reunirse con sus amigas en el invernadero de cristal, un espacio decorado con rosas trepadoras, sillones tapizados en terciopelo y una mesa repleta de dulces, frutas y delicadas teteras de porcelana. Kelly, como siempre, llevaba un vestido amarillo canario que resaltaba sus rizos cobrizos y su carácter chispeante. Zaida, por otro lado, era todo lo contrario: su vestimenta oscura y su semblante reservado hacían que pareciera más una dama de novela gótica que una noble cualquiera. —¡Alcira, querida! —exclamó Kelly al verla entrar—. Por fin. Casi empiezo a pensar que te habías perdido en uno de tus libros eternos. —O en un sueño romántico con algún duque inventado —añadió Zaida con ironía, removiendo el azúcar de su taza. Alcira tomó asiento con gracia, alzando la barbilla. —Hablando de dramatismos… ¿alguna de ustedes me ha enviado un cuervo con una nota alarmante? Algo sobre un destino escrito y correr si aún puedo. Kelly abrió los ojos como platos, fingiendo inocencia. —¿Yo? ¿Enviar un cuervo? Por favor, mi dama, apenas puedo entrenar a mis perros para que se sienten, ¿cómo lograría entrenar un ave? —No ha sido ninguna de nosotras —dijo Zaida más seria, entrecerrando los ojos—. ¿Estás segura de que fue solo una broma? —¡Claro que lo fue! —Alcira soltó una carcajada suave—. ¿Quién más sabría que me encantan esas frases dramáticas sacadas de novelas viejas? Agradezco la creatividad, aunque el guion podría mejorar. Kelly rió con ella, aunque sus ojos parecieron brillar con una inquietud que no llegó a expresar. Zaida, en cambio, guardó silencio, observando a su amiga con atención, como si intentara descifrar un presagio entre palabras banales. —Bueno, basta de cuervos y profecías —dijo Alcira, alzando su taza con elegancia—. Brindemos por lo único que de verdad importa: el té, la moda… y la buena literatura. Las tres alzaron sus tazas al unísono. Afuera, sin que ellas lo supieran, el cuervo ya había alzado el vuelo de regreso a su amo, cruzando los cielos con una urgencia que no tenía nada de ficticia. Y lejos, muy lejos de allí, unos ojos oscuros observaban un mapa. Una marca roja indicaba su siguiente objetivo: Alcira Zuanich. Tras despedirse de Kelly y Zaida con besos en la mejilla y promesas de verse en el próximo baile de primavera, Alcira regresó a su mansión con pasos ligeros y la mente flotando entre fantasías. El aire tibio del mediodía hacía brillar los vitrales del gran vestíbulo, y la luz se deslizaba por los pisos de mármol como si bailara. Mientras recorría los pasillos decorados con cortinas de seda y retratos de sus antepasados, Alcira comenzó a tararear una melodía suave, una vieja canción que su madre le cantaba de niña. Sin darse cuenta, su voz se elevó con dulzura: —“En jardines de rosa y de miel, espera mi alma fiel…” Su canto se colaba entre las columnas, acariciando a los sirvientes que se detenían por un segundo solo para escucharla. Alcira no lo notaba, ni le importaba. Cantar le traía paz. Era su forma de flotar por encima de las preocupaciones, de las expectativas, de las normas. Cuando cantaba, nadie podía tocarla. Al llegar a su habitación, se despojó del sombrero y se sentó en su tocador. El espejo reflejaba sus mejillas ligeramente sonrojadas por la emoción del canto, y sus ojos —grandes y expresivos— parecían esconder secretos. Con movimientos pausados, abrió el cajón inferior del escritorio y sacó un cuaderno de cuero rosa con bordes dorados. Era su diario íntimo, su mayor tesoro. Tomó su pluma favorita, de mango de nácar, y comenzó a escribir con letras finas y cuidadas: 2 de Florial del año 1438 Hoy ha sido un día lleno de belleza. El té con Kelly y Zaida fue encantador, aunque Kelly niega haber enviado aquella nota misteriosa. No me preocupa. Seguramente fue una broma sin importancia. Pero lo que más ocupa mi corazón… es él. Duque Yunes. Su sola presencia hace que el mundo se detenga. Tiene 35 años y una mirada que parece haberlo visto todo, incluso a mí. Sé que muchos pensarían que soy demasiado joven, que es solo una admiración de doncella… pero yo sé que lo amo. No como en los cuentos, sino de verdad. De una forma que duele un poco en el pecho cuando lo veo pasar por los jardines del Palacio Real. Solo faltan unos meses para mis 18. Entonces seré mayor, y nadie podrá decir que no estoy lista. Me convertiré en su igual, en su dama, en su esposa si los astros me sonríen. Hasta entonces, seguiré cantando para que el tiempo pase más deprisa. Firmó con una flor al lado de su nombre, como hacía siempre, y cerró el diario con cuidado. Luego lo escondió bajo una tabla suelta del piso, justo donde solo ella sabía buscar. Suspiró, recostándose en el diván junto a la ventana. Desde allí se veían los campos florecidos que rodeaban la mansión. El viento hacía bailar las flores como si también escucharan su canto. Todo parecía perfecto. Y sin embargo… en algún rincón de su corazón, un susurro extraño le decía que no duraría. Al día siguiente, el cielo estaba despejado y el aire tenía ese aroma fresco que solo la primavera puede regalar. Alcira se levantó temprano, aún con las mejillas encendidas por los pensamientos que había escrito en su diario la noche anterior. Ordenó que le prepararan su yegua blanca, Lirien, una criatura elegante y tranquila, como salida de un libro de leyendas. Vestida con un conjunto de montar color rosa empolvado, con guantes blancos y una capa corta que ondeaba con el viento, Alcira cabalgó por los senderos que rodeaban su mansión, dejando atrás los muros de piedra y los jardines domesticados. Allí, en los caminos de tierra bordeados de árboles, podía respirar con libertad. Lirien galopaba con gracia, y Alcira cantaba mientras la brisa le enredaba el cabello. —“Si pudiera ser viento y volar, llegaría a ti sin mirar…” La melodía era suya, nacida de una noche de desvelo en su alcoba. Alcira no solo leía historias… las vivía, las cantaba, las transformaba. Cuando no estaba entre libros, componía. Tenía un cuaderno especial, distinto del diario, donde escribía versos, estribillos y partituras que ella misma iba afinando con su laúd o su voz. Más tarde, ya de regreso en la mansión, se dirigió al salón de música. Era una sala luminosa, con vitrales de colores que proyectaban tonos violetas y azules sobre el piano antiguo y las sillas de terciopelo azul marino. Allí la esperaba Madame Corvelle, su maestra de canto desde los diez años, una mujer severa de cabellos grises y oído impecable. —Mi lady —saludó la profesora con un gesto de cabeza—. ¿Trae alguna pieza nueva hoy? —Sí, una que escribí ayer. Se llama “La rosa que espera” —respondió Alcira con una sonrisa tímida, mientras desenrollaba su hoja de partitura. Tomó asiento frente al piano y comenzó a tocar con suavidad. La melodía era dulce, melancólica, como una promesa no cumplida. Su voz, al elevarse, era clara como el cristal: —“La rosa que espera no teme al invierno, ni al filo del tiempo, ni al eco del llanto… Pues sabe que el día vendrá con su sol, y su amor llegará, aunque tarde tanto…” Cuando terminó, Madame Corvelle no dijo nada al principio. Solo asintió lentamente. —Usted no canta, señorita. Usted siente. Y eso… no se enseña. Alcira sonrió, agradecida. Guardó su partitura con el cuidado de quien encierra un secreto. Para ella, escribir música era otra forma de hablar de lo que no podía decir en voz alta. Del duque Yunes. De su deseo de libertad. De su miedo a lo desconocido. Esa tarde, al cerrar las cortinas de su habitación y encender su lámpara de aceite, escribió en su diario: Hoy he sentido que el mundo me escucha cuando canto. Mis canciones llevan mi verdad, como si fueran aves que vuelan lejos de estas paredes. A veces me pregunto si él, Yunes, las ha escuchado alguna vez desde el palacio… Quizás un día, cuando sea mi esposo, le cante al oído las palabras que aún no me atrevo a decirCon el medallón brillando sobre su pecho y el diario de su padre aún palpitando con magia ancestral, Alcira sintió cómo el bosque a su alrededor cambiaba. El Lago de las Sombras parecía haberse silenciado por completo, y una brisa helada emergió desde el corazón del bosque, haciendotemblar las hojas con un murmullo susurrante.—Algo se aproxima —dijo Diemides, poniéndose de pie y desenvainando su espada.Alcira cerró el cofre, lo guardó en su bolso y se alzó también. El medallón vibraba, guiándola hacia una vereda que no había estado allí antes: un camino estrecho de piedra, envuelto en niebla plateada. Sin decir palabra, ambos comenzaron a caminar, sabiendo que el próximo sello estaría custodiado por pruebas que pondrían a prueba no solo su poder, sino su voluntad.Tras un largo trecho, llegaron a un claro rodeado de árboles altos como torres. En el centro, una estructura de piedra, como un arco en ruinas, brillaba con runas antiguas que resplandecían c
La torre había quedado atrás, pero el sello brillaba aún en lapiel de Alcira como si quemara con la fuerza de un sol interior. Su tercer poder—luz—era diferente. No estallaba como el fuego, ni danzaba como el viento. Era constante. Profundo. Un faro.Diemides cabalgaba a su lado, aún con el brazo vendado tras la herida del combate. A pesar del dolor, su mirada no se apartaba de ella. Desde que habían salido de la torre, Alcira parecía distinta. Más alta, aunque no lo fuera. Más segura. Más distante.Esa noche, acamparon junto a un arroyo escondido entre sauces.—¿Estás bien? —preguntó él, mientras encendía la pequeñafogata.—Sí —dijo Alcira, pero no lo miró.Diemides la observó en silencio. Ella tenía la vista clavada en la llama. En su rostro había una paz forzada, una calma que no era suya.— Desde que tienes ese nuevo sello… estás más lejos —dijo él al fin—. Como si… te estuvieras alejando del mundo.Alcira respiró hondo.—Es que lo siento —confes
El lago del Valle Espejado no era solo agua: era memoria. Cada ola reflejaba no solo el cielo, sino también fragmentosde pasado, presente y futuros posibles. Alcira lo sintió apenas puso un pie en la orilla. Una vibración cálida, melancólica… y peligrosa.—Debemos cruzar hasta la isla —dijo ella, observando cómo la torre cristalina palpitaba como un faro viviente.Pero el paso no era simple. No había botes. No había puente. Solo el agua brillante y la certeza de que no debían tocarla sin permiso.Alcira cerró los ojos, extendió las manos, y recitó uno de los versos del libro antiguo. La superficie del lago tembló, yde entre sus profundidades emergieron pasos de cristal flotante, formando un sendero efímero.—Debemos apurarnos. Este camino no durará mucho —advirtió, comenzando a caminar con Diemides a su lado.A medida que se acercaban a la isla, el aire se volvía más denso. Cada respiración costaba más. Y entonces, justo antes de llegar al último paso, el
Tras la dura batalla en el templo de las Aguas Profundas, Diemides y Alcira se refugiaron en una caverna cercana mientras sus tropas aseguraban el terreno. Las heridas de ella habían sido tratadas con ungüentos mágicos, pero la fatiga aún pesaba en su cuerpo. Sin embargo, su mente no descansaba. El nombre de sus enemigos seguía repitiéndoseen su cabeza: la Orden de los Caídos.—¿Quiénes son realmente? —preguntó Alcira, sentada junto a una pequeña fogata.Diemides, que afilaba su espada con paciencia, levantó la vista. Sus ojos verdes brillaban a la luz del fuego.—No siempre fueron enemigos. Hace siglos, eran guardianes de los mismos sellos que ahora desean destruir. Monjes, sabios, protectores de la magia antigua. Pero algo ocurrió.—¿Qué cambió? —preguntó ella, intrigada.—Ambición —respondió él con tono amargo—. Uno de suslíderes, Alzareth, descubrió que los sellos no solo protegían el equilibrio del mundo, sino que ocultaban una fuente de poder pur
El camino hacia el norte era frío y áspero. El aire se volvía más seco con cada legua, y las hojas de los árboles se tornaban grises, como si el invierno se hubiera anticipado en esa región olvidada. Alcira cabalgaba en silencio, el grimorio atado a su cintura como una extensión de su cuerpo. A su lado, Diemides guiaba su caballo con mirada atenta, siempre alerta, como si en cualquier sombra pudiera aparecer un enemigo oculto.Habían partido del Corazón Dormido con la promesa de enfrentar la verdad, pero Mareth no era solo una fortaleza olvidada: era una herida en el mundo. El Custodio les habíacontado antes de partir que en sus mazmorras descansaba uno de los sellos del Velo, el que guardaba el segundo Fragmentario.Tras dos días de viaje, al fin divisaron las murallas negras de Mareth, medio cubiertas de hiedra y ceniza. Una estructura que parecía abandonada desde hace siglos, aunque el aire que la rodeaba pulsaba con una energía oscura, latente, ca
El Fragmentario chilló como si cada palabra le doliera. El Custodio, aún resistiendo, se volvió hacia ella con urgencia. —¡El sello está roto! Debes reconstruirlo… ¡con tu voluntad! Alcira entendió. Extendió los brazos y convocó al grimorio que llevaba desde que lo encontró. El libro flotó frente a ella, sus páginas se abrieron por sí solas y un texto desconocido brilló en letras de fuego: “Por la sangre que me llama, por el mundo que me sueña, que el Velo se cierre con mi esencia eterna.” Las palabras surgieron de su boca sin pensarlas. El viento se arremolinó, arrastrando la oscuridad del Fragmentario hacia un vórtice que se abría en el cielo. El ser gritó, se retorció, y fue arrastrado en un torbellino de sombras que se desvaneció al cerrarse el cielo como un ojo que despierta. El silencio cayó. Las estrellas volvieron a verse. La barrera del Custodio se disolvió. Diemides, jadeando y con cortes en los brazos, corrió hacia Alcira. —¿Estás bien? Ella asi
Último capítulo