Las estrellas se reflejaban en el riachuelo que serpenteaba
cerca del camino. Diemides y Alcira, cubiertos por capas oscuras, habían detenido su marcha al anochecer y acampaban en la espesura, cerca de un claro seguro. Aunque las fogatas estaban prohibidas para evitar ser vistos, compartían el calor de su cercanía mientras cenaban pan seco y bayas. —Más allá de estas colinas se encuentra Eldvar, el último pueblo antes de las Ruinas de Fynell —dijo Diemides, revisando un mapa envejecido. —El nombre me suena. Mi institutriz hablaba de ese lugar… decía que la gente de Eldvar guardaba secretos que incluso los reyes temían. —Con razón. Muchos creen que bajo el pueblo yace un fragmento de un grimorio antiguo. Uno que controla parte del Velo de Hierro. Alcira tragó saliva. Desde que despertó sus poderes, cada palabra sobre magia la rozaba como un cuchillo fino. Al amanecer, cabalgaron hacia Eldvar. La aldea apareció entre la bruma como una visión antigua: casas de piedra gris, techos cubiertos de musgo y ventanas angostas. La niebla se movía entre las calles como un animal cauteloso. El recibimiento fue frío. Los aldeanos, de rostros serios y ropas oscuras, los observaban con una mezcla de recelo y resignación. Diemides desmontó con precaución, ayudando. a Alcira a bajar con delicadeza. Una mujer anciana, con trenzas plateadas y mirada aguda, se acercó. —No es tiempo para forasteros —dijo sin rodeos. —Buscamos posada y respuestas —respondió Diemides. La mujer entrecerró los ojos. —Entonces hablad con el Custodio. Si él os acepta, la aldea también. El Custodio resultó ser un hombre alto, de piel oscura y ojos ciegos, pero con una presencia que pesaba como plomo. Vivía en una casa redonda junto a un templo olvidado. —Tu aura vibra, joven dama —dijo apenas Alcira cruzó el umbral—. Has tocado la raíz dormida de la magia. Ella bajó la mirada. —No lo hice por elección. —La magia nunca espera ser invitada. Sólo escoge a quién cree digno. El Custodio les ofreció refugio por una noche. En la posada, de techo bajo y suelos de madera crujiente, Alcira se sentó junto a la ventana. Fuera, los niños jugaban entre niebla, cantando una vieja canción: —"Ojo de musgo, boca de piedra, duerme el bosque la verdad entera..." Diemides se unió a ella, dejando un pergamino sobre la mesa. —He hablado con el Custodio. Dice que bajo el templo hay un pasadizo sellado por una llave viva. —¿Llave viva? —Una que responde al corazón, no a la mano. Esa noche, Alcira tuvo un sueño. Caminaba sola por un campo de rosas negras. Al fondo, un espejo roto mostraba escenas de su niñez, su encierro y… una mujer encapuchada con su mismo rostro. Despertó sobresaltada. Diemides ya estaba vestido. —Tenemos que bajar al templo —dijo. Ella asintió. La entrada al pasadizo estaba cubierta por un altar. El Custodio los guió hasta allí y murmuró una oración en una lengua olvidada. El altar se deslizo hacia un lado, revelando una escalera de piedra que descendía hacia la oscuridad. Antorchas encendidas por Diemides iluminaron dibujos en las paredes: antiguos sellos, rostros con cuernos, ojos en llamas. Al llegar al final, una puerta circular sin cerradura los esperaba. Alcira extendió la mano, temblorosa. —Ábrete… por favor. La piedra vibró. La puerta giró con un suspiro y reveló una sala de piedra, donde un pedestal sostenía un libro encuadernado en cuero rojo oscuro. El título estaba escrito en letras vivas: "El Corazón del Velo" Alcira dio un paso al frente. Cuando sus dedos tocaron el lomo, una voz llenó la sala: —"Sólo quien ha sufrido sin corromperse puede leer estas palabras sin perecer." El libro se abrió solo. Diemides desenvainó su espada, alerta. Pero nada los atacó. Solo páginas susurrando secretos. Allí, entre hechizos olvidados y nombres prohibidos, hallaron algo que los hizo enmudecer: "La Dama Rosa es el ancla que sella el mundo real del Reino Velado. Si ella muere, el Velo caerá. Si vive... el equilibrio se mantendrá." Diemides tomó a Alcira de la mano. El destino que compartían había cambiado para siempre. —Eres la llave del equilibrio, Alcira. No solo por tu magia… sino por quién eres. Y entonces lo supieron. Antes de ir a las Ruinas de Fynell, debían aprender a controlar el poder del libro. Y mantenerse ocultos. Durante los días siguientes, el Custodio accedió a entrenar a Alcira en secreto. En una caverna sagrada bajo el templo, Alcira comenzó a explorar la esencia de su magia. No se trataba de lanzar fuego o hielo, sino de una conexión profunda con el mundo invisible que la rodeaba. Aprendió a sentir la energía en cada hoja, a escuchar los pensamientos de los animales, a percibir el peso de la verdad en una voz. —Tu poder no destruye ni domina —le dijo el Custodio una mañana—. Tu poder armoniza. Sana. Y cuando es necesario… defiende. El entrenamiento fue arduo. Alcira se desmayó varias veces intentando contener la energía que a veces estallaba como una tormenta. Pero poco a poco, aprendió a invocar la bruma para cubrir su rastro, a susurrar palabras que hacían crecer plantas en segundos, y a percibir presencias invisibles. Una tarde, logró sanar el ala rota de un cuervo solo con colocar su mano sobre él. Diemides la observó desde la distancia, con el corazón hinchado de orgullo. —Nunca pensé que tendría el honor de presenciar a alguien renacer —le dijo—. Pero tú lo haces cada día, Alcira. Ella sonrió. No porque hubiera alcanzado la plenitud, sino porque por primera vez en su vida, sentía que estaba en el camino correcto. Porque el corazón del Velo latía dentro de ella. Y su misión apenas comenzaba. Porque en ese mismo instante, alguien en otra parte del continente sintió la apertura del grimorio. Y comenzó la caza. La luna menguante brillaba como un farol lejano mientras Eldvar dormía bajo un cielo cargado de nubes. Alcira se despertó con un sobresalto. Su corazón palpitaba sin razón aparente, como si presintiera un peligro inminente. Escuchó un silbido bajo, metálico, como el roce de cuchillas. Se levantó y se asomó por la ventana de la habitación que compartía con Diemides en la posada. Afuera, la niebla tenía un brillo extraño, azul violáceo, como si algo ajeno al mundo natural se moviera entre ella. Sin perder tiempo, despertó a Diemides. —Algo no está bien. Lo siento... en el aire, en la tierra — susurró Alcira. Diemides se puso de pie al instante, tomando su espada. —¿Es magia? —Sí. Oscura. Antinatural. Corrieron hacia el templo, pero fueron detenidos por un rugido que sacudió la aldea. El suelo tembló. Un grito desgarrador rompió el silencio de la noche. La puerta del templo estalló hacia afuera como si algo desde dentro la hubiera destrozado. Un remolino negro emergió, cubierto de ojos, tentáculos flotantes y una boca sin labios que hablaba en un idioma que sangraba los oídos. —¡Un Fragmentario! —gritó Diemides, horrorizado. El Custodio apareció desde detrás del humo, envuelto en una barrera mágica que chispeaba con cada golpe del monstruo. —¡Alcira, debes usar lo aprendido! Este ser vino por ti. Es la prueba del Velo. El Fragmentario se volvió hacia ella. Sus múltiples ojos se fijaron en su rostro como si la reconociera. Con cada mirada, Alcira sentía que se deshacía por dentro. Recordó las palabras del Custodio: "Tu poder armoniza. Sana. Defiende." Tomó una respiración profunda, extendió las manos, y canalizó la energía que palpitaba en su pecho. La bruma del bosque respondió a su llamado. La niebla se espesó a su alrededor, protegiendo a los aldeanos. Diemides luchaba contra los tentáculos con una precisión feroz, cortando con su espada encantada cada extremidad que se acercaba. Pero la criatura se regeneraba con rapidez. Alcira supo entonces que la violencia no sería suficiente. Debía usar lo que era suyo: su corazón. Cerró los ojos y proyectó una onda de energía desde su centro. No era fuego, ni luz… era vibración pura. El suelo floreció a su paso: raíces antiguas salieron a la superficie, envolviendo las patas del monstruo. —¡No te temo! —gritó Alcira—. ¡Soy el equilibrio, y no dejaré que destruyas este mundo!