un día casi normal

El canto de Alcira se desvanecía entre los árboles mientras Lirien trotaba plácidamente por el sendero del bosque. Los rayos de sol se colaban entre las hojas, salpicando su vestido rosa con destellos dorados. Se sentía en paz, como si todo lo que existiera fuera ese instante de belleza suspendida.

Pero entonces, Lirien relinchó de forma abrupta. Alcira frunció el ceño. El viento había cambiado. Se giró apenas, sintiendo un escalofrío recorriéndole la espalda. No estaba sola.

De entre los árboles, emergieron tres figuras encapuchadas montadas en caballos negros como la noche. Iban rápido, sin emitir palabra. Alcira apenas tuvo tiempo de espolear a Lirien antes de que comenzara la persecución.

-¡Vamos, Lirien! ¡Corre! -gritó, aferrándose a las riendas.

El bosque que antes era su refugio se volvió una trampa. Las ramas parecían cerrarse sobre ella, y los cascos resonaban detrás, cada vez más cerca. Alcira sentía el corazón en la garganta, el terror erizándole la piel. Intentó gritar, pero el miedo le robaba el aliento.

Uno de los jinetes se adelantó, cortándole el paso. Lirien se alzó en dos patas, relinchando. Alcira cayó al suelo con un golpe seco que le nubló la vista. Cuando intentó levantarse, una bolsa de tela gruesa cubrió su rostro y unas manos firmes la sujetaron por los brazos.

-¡Suéltenme! ¡Soy la hija del barón Zuanich! ¡Mi padre pagará lo que pidan!

Pero no obtuvo respuesta. Solo el roce de la soga atando sus muñecas y el sonido de su captor silbando suavemente una melodía que no reconocía. Luego, oscuridad.

~◇~

Horas más tarde, cuando abrió los ojos, Alcira sintió el olor a heno y humedad. Estaba en algún tipo de carreta, tumbada sobre sacos de grano, aún atada, aunque ya sin la bolsa cubriéndole el rostro. Su vestido estaba sucio y desgarrado en los bordes. La noche había caído, y la luna iluminaba los rostros de sus secuestradores... rostros que no reconocía. Salvo uno.

El hombre al frente del grupo no parecía como los demás. No llevaba la capucha puesta. Tenía cabello castaño claro, ojos oscuros, y una cicatriz que le cruzaba la mandíbula. Sus ropas eran finas bajo la capa de polvo del viaje.

-Así que tú eres la famosa Alcira -dijo con voz grave-. No temas. No te haré daño... aún.

Ella lo miró con rabia y confusión, conteniendo el temblor de sus labios.

-¿Quién eres? ¿Por qué me llevas?

Él sonrió levemente, como si hubiera esperado esa pregunta.

-Mi nombre no importa. Pero alguien muy poderoso ha pagado mucho por tenerte lejos de casa. Y pronto... muy pronto, todo tendrá sentido para ti.

Alcira, aún mareada, se recostó contra los sacos. Apretó los dientes. No lloraría. No gritaría. Era una dama, y había leído suficientes libros para saber que incluso en las peores historias, siempre había una salida.

Alcira no supo cuánto tiempo pasó desde que la carreta se detuvo y la arrastraron hacia lo que parecía una fortaleza escondida en las montañas. Le cubrieron el rostro nuevamente, y lo siguiente que sintió fue el frío húmedo de las piedras bajo su cuerpo.

Cuando le quitaron la venda, estaba sola, encerrada en una celda de piedra apenas iluminada por una antorcha fuera de los barrotes. El aire olía a moho, y el suelo estaba cubierto por una capa delgada de paja vieja. No había ventanas, ni una rendija de luz natural. Solo la oscuridad... y el silencio.

Pasaron las horas. Tal vez un día entero. El hambre comenzó a hacerle doler el estómago y su garganta ardía de sed. Cada sonido en el pasillo le hacía levantar la cabeza con esperanza, pero nadie venía. Solo las ratas, que corrían por las esquinas, indiferentes a su dolor.

Al segundo día, sus fuerzas empezaban a flaquear. Su cabello castaño colgaba desordenado sobre sus hombros, y sus labios estaban partidos. Aún así, no lloraba. No gritaría. Si algo le quedaba, era su dignidad.

De pronto, una figura apareció frente a los barrotes. No era como los otros guardias que había escuchado afuera. Este hombre era distinto: alto, cubierto por una capa negra con capucha, de la que solo se distinguía la forma de su mandíbula. Su presencia era silenciosa, pero pesada. Peligrosa.

La miró por unos segundos que parecieron eternos, luego habló con voz baja y afilada:

-Tendrás comida... si me dices qué poderes tienes.

Alcira lo miró con incredulidad, frunciendo el ceño.

-¿Poderes? -su voz salió débil, seca-. No tengo poderes. Mi familia no tiene ninguno. Somos nobles, no magos.

El encapuchado ladeó apenas la cabeza.

-No me mientas. Nadie pagaría tanto oro por una dama sin valor. Algo tienes. Algo ocultas.

-¡No! -espetó ella, con las pocas fuerzas que le quedaban-. Mi padre es el barón Zuanich. Somos una familia literaria, no mágica. Yo escribo, canto, leo... ¡Eso es todo!

El silencio se volvió denso. Él no respondió, solo la observó, inmóvil. Luego, sin más palabra, giró sobre sus talones y se marchó, dejando tras de sí solo la tenue luz de la antorcha y el eco de sus pasos.

Alcira se dejó caer contra la pared, sintiendo una mezcla de miedo y rabia. ¿Por qué creían que tenía poderes? ¿Qué clase de juego era ese?

Y lo más inquietante: ¿de qué debía protegerse ahora?

El silencio era tan denso que podía sentirlo presionándole el pecho. El hombre encapuchado había desaparecido hacía horas -o quizás minutos, era difícil saberlo sin luz ni ventanas- y el hambre le hacía ver manchas oscuras cuando parpadeaba. Alcira temblaba, acurrucada en un rincón de la celda. Su vestido rosa estaba cubierto de polvo, y sus manos raspadas por la piedra.

Pero entonces, algo dentro de ella cambió. Una chispa. Una sensación. No era una emoción... era como si un fuego muy antiguo y olvidado despertara en su interior. Su respiración se volvió más profunda, más rítmica, y sus dedos comenzaron a calentarse. Primero un leve cosquilleo, luego una energía que subía por sus brazos, vibrando como una corriente viva.

Con dificultad, se puso de pie y miró las cadenas de hierro que sujetaban sus muñecas a la pared. Las había tirado y golpeado en vano desde que la encerraron. Sin embargo, ahora, algo le decía que no estaba tan indefensa como creía.

Cerró los ojos. Imaginó las cadenas cediendo, como si su voluntad fuera más fuerte que el metal. Sintió cómo la energía en sus palmas se concentraba, pulsando, creciendo.

-Rompan... por favor... -susurró.

Entonces, con un crujido seco y repentino, las argollas se abrieron. El metal se partió como si fuera barro seco, cayendo al suelo con un tintineo. Alcira retrocedió, jadeando. Se miró las manos, incrédula. No había marcas, ni quemaduras, ni sangre. Solo calor. Una calidez que aún vibraba bajo su piel.

-¿Qué... soy? -murmuró.

Sin tiempo para asimilar lo que acababa de hacer, se acercó a la puerta de hierro. Tenía una pequeña ranura por donde entraba apenas un hilo de luz anaranjada de la antorcha del pasillo. Se quedó de pie frente a ella, conteniendo el aliento.

-Por favor... ábrete -dijo, esta vez con voz más clara.

Un chirrido lento respondió a su súplica. La cerradura se giró con un sonido mecánico, como si obedeciera a una orden invisible. Alcira dio un paso atrás mientras la puerta se entreabría. No había nadie al otro lado.

Estaba libre.

O casi.

El pasillo era estrecho y húmedo, con antorchas separadas por varios metros. Los muros estaban cubiertos de musgo y el techo era bajo, hecho de piedra tosca. Alcira avanzó descalza, con pasos silenciosos, conteniendo el miedo en su pecho como si fuera una presa a punto de romperse.

Escuchaba voces a lo lejos. Risas. Una conversación apagada por las paredes. Estaban lejos... pero no por mucho tiempo.

No podía correr. Si hacía ruido, la encontrarían. Pero tampoco podía quedarse. El fuego en sus manos había desaparecido, y temía que no pudiera invocarlo otra vez.

Cada esquina la recorría con cautela. Cada sombra la hacía contener la respiración. Hasta que encontró una puerta entreabierta. Dentro, un establo subterráneo. Un caballo negro descansaba amarrado, y una manta gruesa colgaba de un gancho junto a una silla de montar.

-Perfecto... -susurró.

Entró sigilosamente, liberó al animal y lo acarició con suavidad. El caballo bufó, pero no se resistió. Alcira le colocó la silla como había aprendido en sus días de montar con Lirien, luego se cubrió con la manta y montó.

El portón del establo estaba cerrado con una tranca de madera. Apretó los dientes, alzó una mano temblorosa y volvió a concentrarse.

-Ábrete... solo una vez más, por favor.

La madera crujió. Alcira tragó saliva. Las bisagras chillaron... y el portón se abrió, revelando el cielo estrellado de la noche.

La brisa fría le golpeó el rostro. Por primera vez en días, sintió que podía respirar.

Espoleó al caballo, que salió al galope, levantando tierra y piedra. Atravesaron un sendero empinado entre riscos y arbustos, alejándose de la fortaleza. Alcira no sabía a dónde iba, pero no se detuvo. No podía. Tenía que poner tanta distancia como pudiera entre ella y sus captores.

Detrás de ella, lejos ya, una campana comenzó a sonar.

La habían descubierto.

Pero no importaba.

Estaba libre.

Y ahora sabía que no era simplemente una joven noble con gusto por la literatura y la moda. Había algo más en ella. Algo escondido. Algo que alguien quería... y que debía proteger.

A lo lejos, en el horizonte, se veía una torre solitaria. Tal vez un monasterio, tal vez un puesto de vigilancia. Con suerte, habría alguien que pudiera ayudarla. O al menos... darle agua.

-No me detendré... -susurró, aferrándose a las riendas-. No hasta saber quién soy realmente.

Y así, con la luna como única guía, Alcira cabalgó hacia un destino desconocido... donde la magia, el amor y la verdad la esperaban.

Las noticias llegaron al amanecer, cuando el rocío aún reposaba sobre los jardines del castillo del Duque Yunes. Diemides estaba practicando con la espada en el campo de entrenamiento, su cabello rubio revuelto por el viento, la camisa pegada al cuerpo por el sudor. Fue el escudero del duque quien corrió hacia él, pálido como un fantasma.

-¡Señor Diemides! ¡Han secuestrado a Lady Alcira Zuanich!

La espada cayó al suelo con un estrépito. Diemides se giró, el corazón golpeándole el pecho.

-¿Qué has dicho?

-Ayer en la mañana... mientras paseaba a caballo. El barón Zuanich ya ha enviado mensajeros a todas las ciudades vecinas, pero nadie sabe quién se la llevó ni por qué.

Diemides no esperó más. Se dirigió de inmediato a sus aposentos, se puso la armadura ligera de viaje, tomó su espada -la misma con la que había hecho su juramento como caballero- y montó su corcel, un caballo gris plateado llamado Vientoalba.

Horas después, llegó al palacio Zuanich.

El barón estaba deshecho. Su esposa no dejaba de llorar. Diemides no necesitaba más detalles. Conocía a Alcira desde que ella tenía doce años, y él diecisiete. Siempre fue diferente a las demás damas de la nobleza. No solo por su belleza, sino por su espíritu curioso, su amor por los libros, la música, y esa costumbre suya de escribir en su diario hasta entrada la noche.

Y aunque nunca lo había dicho en voz alta... la quería.

No como un simple caballero sirve a una dama. Sino con un amor real, silencioso, profundo. Uno que se había guardado incluso de sí mismo.

-Dime lo que sabes -le dijo al barón con voz firme.

-Uno de los guardias encontró su caballo cerca del bosque de Élinor. Sin señales de sangre. Solo huellas de tres caballos más... y una cadena rota.

Eso encendió una alarma en Diemides.

-¿Cadena rota?

-Sí. Era de la celda más antigua del castillo. No se sabe cómo llegó allí, ni por qué la llevaba consigo.

Diemides no lo dijo, pero lo supo de inmediato: esto no era un simple secuestro. Había algo más. Algo oscuro, quizás mágico. Alcira estaba en peligro, y no solo por sus captores... sino por lo que había dentro de ella.

Esa noche, mientras el castillo dormía, Diemides se arrodilló frente al altar de la Dama de la Verdad, patrona de los juramentos nobles.

Colocó su espada sobre el mármol, cerró los ojos y juró:

-Por mi honor, por la luz que me guía y por cada palabra que ella ha escrito... encontraré a Lady Alcira. No importa cuán lejos me lleve el camino. No importa si es contra sombras, monstruos o magia. La traeré de vuelta. Y la protegeré, incluso si debo caer para lograrlo.

Al amanecer, partió hacia el bosque de Élinor, donde las ramas susurraban secretos, y donde, sin saberlo aún, las huellas de la joven noble lo llevarían a una verdad que cambiaría sus destinos para siempre.

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