La torre había quedado atrás, pero el sello brillaba aún en la
piel de Alcira como si quemara con la fuerza de un sol
interior. Su tercer poder—luz—era diferente. No estallaba
como el fuego, ni danzaba como el viento. Era constante.
Profundo. Un faro.
Diemides cabalgaba a su lado, aún con el brazo vendado
tras la herida del combate. A pesar del dolor, su mirada no
se apartaba de ella. Desde que habían salido de la torre,
Alcira parecía distinta. Más alta, aunque no lo fuera. Más
segura. Más distante.
Esa noche, acamparon junto a un arroyo escondido entre
sauces.
—¿Estás bien? —preguntó él, mientras encendía la pequeña
fogata.
—Sí —dijo Alcira, pero no lo miró.
Diemides la observó en silencio. Ella tenía la vista clavada
en la llama. En su rostro había una paz forzada, una calma
que no era suya.
— Desde que tienes ese nuevo sello… estás más lejos —
dijo él al fin—. Como si… te estuvieras alejando del
mundo.
Alcira respiró hondo.
—Es que lo siento —confes