El camino hacia el norte era frío y áspero. El aire se volvía
más seco con cada legua, y las hojas de los árboles se
tornaban grises, como si el invierno se hubiera anticipado
en esa región olvidada. Alcira cabalgaba en silencio, el
grimorio atado a su cintura como una extensión de su
cuerpo. A su lado, Diemides guiaba su caballo con mirada
atenta, siempre alerta, como si en cualquier sombra pudiera
aparecer un enemigo oculto.
Habían partido del Corazón Dormido con la promesa de
enfrentar la verdad, pero Mareth no era solo una fortaleza
olvidada: era una herida en el mundo. El Custodio les había
contado antes de partir que en sus mazmorras descansaba
uno de los sellos del Velo, el que guardaba el segundo
Fragmentario.
Tras dos días de viaje, al fin divisaron las murallas negras
de Mareth, medio cubiertas de hiedra y ceniza. Una
estructura que parecía abandonada desde hace siglos,
aunque el aire que la rodeaba pulsaba con una energía
oscura, latente, ca