Tras la dura batalla en el templo de las Aguas Profundas,
Diemides y Alcira se refugiaron en una caverna cercana
mientras sus tropas aseguraban el terreno. Las heridas de
ella habían sido tratadas con ungüentos mágicos, pero la
fatiga aún pesaba en su cuerpo. Sin embargo, su mente no
descansaba. El nombre de sus enemigos seguía repitiéndose
en su cabeza: la Orden de los Caídos.
—¿Quiénes son realmente? —preguntó Alcira, sentada
junto a una pequeña fogata.
Diemides, que afilaba su espada con paciencia, levantó la
vista. Sus ojos verdes brillaban a la luz del fuego.
—No siempre fueron enemigos. Hace siglos, eran
guardianes de los mismos sellos que ahora desean destruir.
Monjes, sabios, protectores de la magia antigua. Pero algo
ocurrió.
—¿Qué cambió? —preguntó ella, intrigada.
—Ambición —respondió él con tono amargo—. Uno de sus
líderes, Alzareth, descubrió que los sellos no solo protegían
el equilibrio del mundo, sino que ocultaban una fuente de
poder pur