El lago del Valle Espejado no era solo agua: era memoria.
Cada ola reflejaba no solo el cielo, sino también fragmentos
de pasado, presente y futuros posibles. Alcira lo sintió
apenas puso un pie en la orilla. Una vibración cálida,
melancólica… y peligrosa.
—Debemos cruzar hasta la isla —dijo ella, observando
cómo la torre cristalina palpitaba como un faro viviente.
Pero el paso no era simple. No había botes. No había
puente. Solo el agua brillante y la certeza de que no debían
tocarla sin permiso.
Alcira cerró los ojos, extendió las manos, y recitó uno de
los versos del libro antiguo. La superficie del lago tembló, y
de entre sus profundidades emergieron pasos de cristal
flotante, formando un sendero efímero.
—Debemos apurarnos. Este camino no durará mucho —
advirtió, comenzando a caminar con Diemides a su lado.
A medida que se acercaban a la isla, el aire se volvía más
denso. Cada respiración costaba más. Y entonces, justo
antes de llegar al último paso, el